Todos queremos que a nuestros hijos les vaya bien en el futuro, incluso mejor que a nosotros mismos. Sin embargo, la realidad es que, en muchos países de América Latina, esa aspiración es más distante para unos que para otros, y es especialmente difícil para aquellos que se autoidentifican como indígenas o afrodescendientes.
Tal es el caso de México, donde un estudio elaborado por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) muestra que, entre personas indígenas y afrodescendientes, la pobreza es un legado que se hereda de generación en generación en mucho mayor medida que para el resto de la población. Por el contrario, para las personas no indígenas y no afrodescendientes, la pobreza tiende a ser un estado transitorio y no una trampa, y es más bien la riqueza la que tiene un carácter permanente.
Este no es un problema menor, ya que estos dos grupos componen alrededor de la cuarta parte de la población de México, donde 23% de la población entre 25 y 64 años se autoidentifica como indígena y 2% como afrodescendiente, de acuerdo con los datos de la Encuesta Intercensal 2015 del INEGI.
El estudio encuentra que, en México, el autoidentificarse como indígena o afrodescendiente se relaciona con una disminución sustancial en la riqueza relativa de los hogares (la riqueza en este estudio se calculó con base en los bienes que posee un hogar, tales como vehículos, electrodomésticos, computadoras y televisores). Siendo todas las demás condiciones iguales, una persona que se autoidentifica como indígena o afrodescendiente se encuentra en promedio dos percentiles o cuatro percentiles por debajo del resto de la población, respectivamente—para una persona indígena que además habla una lengua indígena la diferencia se amplía a más de ocho percentiles. En materia de educación, el estudio encuentra que, en promedio, los pueblos indígenas y afrodescendientes cursan menos años de educación que el resto de la población (0.4 años de educación menos para pueblos indígenas y 0.9 años menos para afrodescendientes).
Esta diferencia se evidencia en el hecho de que, entre las personas autoidentificadas como blancas o mestizas que crecieron en el 20% de los hogares más ricos del país (quintil 5), alrededor del 54% permanecen en dicho grupo en la adultez, comparado con aproximadamente el 33% para personas indígenas o afrodescendientes. Es decir, entre las personas indígenas o afrodescendientes que crecieron en un hogar del 20% de mayores recursos, solo una de cada tres permanece en dicho segmento socioeconómico en la adultez, mientras que esto mismo es cierto para una de cada dos personas del resto de la población.
En cambio, entre las personas que crecieron en un hogar del 20% más pobre del país (quintil 1), casi el 17% entre las que se autoidentifican como blancas o mestizas lograron salir de la pobreza y escalar hasta el 40% más rico de la distribución de riqueza (quintiles 4 y 5), comparado con solo el 8% y 6% para personas indígenas y afrodescendientes, respectivamente. En otras palabras, las personas que se autoidentifican como blancas o mestizas y que crecieron en un hogar pobre, lograron salir de esa pobreza y escalar hasta los dos quintiles más altos de la distribución económica con entre dos y tres veces mayor frecuencia que las personas indígenas y afrodescendientes. Este panorama se repite de forma muy similar en términos de educación.
Los países de América Latina tienen a su disposición diversas herramientas de las que podrían hacer uso para combatir la exclusión y disminuir la pobreza y la desigualdad entre sus habitantes, tales como las políticas impositivas y de gasto social (transferencias directas como Prospera en México o Bolsa Familia en Brasil). Sin embargo, México, al igual que otros países de la región, ha hecho poco uso de dichas herramientas para este propósito.
Los gobiernos son responsables de implementar políticas inclusivas que ayuden a cerrar brechas étnicas y raciales, brinden oportunidades para la movilidad socioeconómica de todos y empoderen a las poblaciones vulnerables. Desde el BID estamos comprometidos a apoyarlos en el diseño de mejores políticas para mejorar todas las vidas a través de estrategias locales, nacionales y regionales para la inclusión, herramientas digitales para la participación ciudadana, y recolección y difusión de estadísticas inclusivas, entre otros.
Dice el dicho que “no hay mal que dure cien años, ni cuerpo que los aguante”; la pobreza es un mal persistente, pero las personas indígenas y afrodescendientes no tienen por qué seguirlo aguantando generación tras generación.
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