A mis 22 años mi madre fue diagnosticada con una enfermedad terminal la cual fue disminuyendo progresivamente su autonomía. Un diagnóstico como este cambia radicalmente la rutina familiar. Los momentos donde antes había comidas compartidas y ocasiones de recordar anécdotas son reemplazados con turnos en el médico, visitas de urgencia a hospitales e interminables búsquedas de cuidadores adecuados. El cambio de rutina es un detalle ínfimo comparado a las fuertes emociones que cada familiar va experimentando a medida que la enfermedad avanza en un ser querido.
La culpa fue la emoción más fuerte en mí. Era la única mujer de la familia directa y sentía que era mi obligación exclusiva cuidar a mi madre. Aunque fui muy afortunada y en mi familia las actividades se repartieron equitativamente con mi padre y mis hermanos varones, la culpa siempre me invadió. Sentía culpa por no pasar más horas en el hospital, culpa de no vivir con mi madre, y profunda culpa por no querer renunciar a un trabajo que adoraba.
Esta culpa fue en parte alentada por esa creencia, todavía compartida en la región, de que son las mujeres quienes deben afrontar las tareas de cuidado. Lo cierto es que lo que hasta hace poco consideraba una creencia propia, puede verificarse con estadísticas: en América Latina y el Caribe alrededor del 63% del tiempo dedicado al cuidado no remunerado lo brindan las mujeres. En Argentina, por ejemplo, ese tiempo dedicado aumenta al 75%.
Las mujeres, a cargo del cuidado remunerado y no remunerado
Todos necesitamos cuidados en alguna etapa de nuestras vidas. Los recién nacidos necesitan cuidados exclusivos. Quienes sufren una enfermedad temporal o un accidente necesitan de alguien que los asista provisionalmente. Y llegada la edad adulta, frente a la pérdida de autonomía, las personas necesitan diferentes niveles de cuidados. ¿Y quienes son las personas más comúnmente designadas para hacerse cargo de esos cuidados? Las mujeres.
Además, la principal fuente de servicios de atención a los adultos mayores en situación de dependencia en América Latina y el Caribe ha sido tradicionalmente el apoyo realizado por parte de miembros de la familia, principalmente las mujeres, sin percibir remuneración alguna.
Examinando casos específicos de la región, en Costa Rica, 8 de cada 10 cuidadoras formales o informales son mujeres. En Colombia, las mujeres que trabajan y cuidan a un familiar destinan 4 horas menos a su empleo. Al asumir el rol de cuidadoras, muchas mujeres deben disminuir o inclusive abandonar sus puestos laborales, afectando su independencia, su crecimiento laboral y su autonomía financiera.
El panorama para las cuidadoras formales tampoco es alentador. Ellas son perjudicadas por un mercado laboral donde faltan estándares de calidad y la formación de recursos humanos es escasa, lo que no sólo afecta a la provisión de tareas de cuidado, sino que incide negativamente sobre la salud física y mental de las cuidadoras. El trabajo de cuidado no es reconocido ni valorado, por lo que los empleos formales de cuidado suelen ser de baja calidad y se encuentran entre los peor remunerados.
La presión aumenta
Las tendencias sociodemográficas en nuestros países muestran que la brecha entre oferta de cuidadores y demanda de cuidados seguirá aumentando. La región está envejeciendo a pasos agigantados, y esta tendencia triplicará la demanda de servicios de atención en los próximos años.
Hoy, la oferta de servicios formales de atención a la dependencia se enfoca en los grupos muy pequeños de la población que pueden pagarlos. Al mismo tiempo, la oferta tradicional de las mujeres familiares se está reduciendo por dos motivos principales: la reducción del tamaño promedio de las familias y el alza en la participación laboral femenina. Es más: la participación de las mujeres en la fuerza laboral en América Latina y el Caribe pasó del 20% en los años 60 al 65% en la actualidad.
Frente a esta situación, es necesario que los países actúen ahora, por razones de justicia, economía y desarrollo. Primero: ya no podemos esperar que el cuidado de los adultos mayores siga siendo responsabilidad casi exclusiva de las familias, especialmente de las mujeres. Segundo, la creación de servicios de atención puede facilitar la inclusión de las mujeres en el mercado laboral, al liberar tiempo de las cuidadoras familiares. Tercero, la implementación de sistemas de atención a la dependencia ofrece oportunidades de desarrollo para la región, mediante la creación de miles de empleos formales.
Diseñando sistemas sólidos de atención a la dependencia, estamos dando un paso más en la equidad de género, especialmente considerando que las mujeres, además de proveer la mayor cantidad de cuidado son, a su vez, las que más apoyo requieren en la dependencia. Desde el Banco Interamericano de Desarrollo publicamos “Envejecer con Cuidado”, una guía para los países en sus esfuerzos por hacer frente a este desafío demográfico que es inevitable.
¿Tienes un aporte para que los sistemas de atención a la dependencia sean más justos para las mujeres? Déjanos un comentario o menciónanos en @BIDigualdad.