Tres años atrás, con otros tres colegas, fui semi-secuestrado por una turba de ciudadanos airados. Durante media hora, estos pobladores rodearon nuestro vehículo y nos retuvieron como rehenes hasta que sus demandas no fueran escuchadas.
Aunque esta no fue la primera ocasión donde me encontraba en medio de un disturbio similar, si era la primera donde éramos el foco del conflicto social.
Algo irónico, pues estábamos negociando un proceso de consulta pública transparente, estructurado y efectivo. Lo que no sabíamos era que estos ciudadanos no habían sido consultados, o informados sobre un futuro proyecto de desarrollo en su vecindario.
A pesar de esta difícil experiencia, soy un fiel creyente en la necesidad de realizar consultas ciudadanas efectivas, que logren consensos, que presenten la realidad positiva y negativa de los proyectos, y que incluyan a los ciudadanos en el proceso de toma de decisiones.
Para ello, es vital pensar en la participación como un proceso y no – según el antropólogo Arturo Escobar – como la burocratización de una acción social.
La participación puede verse como un dolor de cabeza o como un costo de oportunidad para legitimizar un proceso de desarrollo que mejore la comunicación entre partes, que reduzca la posibilidad de un conflicto social costoso, y que busque el bien común a través de proyectos de desarrollo.
Pero ¿de qué hablamos cuando nos referimos a la participación ciudadana para el desarrollo?
El concepto de participación es ampliamente utilizado en diversas teorías del desarrollo, pero su definición es variable. El concepto más general y abierto de participación para el desarrollo sugiere la vinculación e integración, individual o colectiva, de ciudadanos comunes y corrientes en la toma de decisiones sobre proyectos y programas de desarrollo que los afecten directa o indirectamente.
Para que la participación sea efectiva, es importante que sea estructurada bajo un formato que simule el relacionamiento y comunicación social de la población involucrada, que sea en su mismo idioma y en un lugar y tiempo que se acomode a la cultura local. Que incluya a la mayor cantidad de actores y grupos interesados, y que permita momentos para escuchar directamente a la población y sus preocupaciones.
El proceso propuesto no debe centrarse en técnicas y metodologías complicadas o consultorías y reuniones costosas y sin sentido.
Tampoco podemos continuar con la práctica común de realizar consultas públicas simplemente como actos burocráticos; necesitamos un verdadero conocimiento de la realidad local de cada proyecto y comunidad, ya que las soluciones más prácticas y duraderas requieren de procesos auténticos de participación, de reuniones honestas y directas con la población.
Como dice el dicho, hablando se entiende la gente. Al final, lo que todos queremos es que los buenos proyectos se ejecuten, pero no a cualquier costo. La idea es convertirlos en experiencias que beneficien a todos los involucrados.
¡Caso contrario, mejor mandemos al diablo a la consulta ciudadana y sálvese el que pueda! Al final, nosotros logramos salvarnos. En medio de gritos, amenazas de incendiar el vehículo y desmayos, logramos negociar una salida y finalmente dialogar. De eso se trata.
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