Durante los últimos 15 años, América Latina y el Caribe ha avanzado enormemente en la ampliación del alcance de su infraestructura. Decenas de millones de personas se han conectado a las redes de agua potable por primera vez, y se ha brindado un acceso generalizado a la electricidad, gracias a lo cual los residentes de zonas periurbanas y de bajos ingresos han podido experimentar el novedoso placer de encender la luz, o poner a funcionar una lavadora. También se ha dado un gran salto en mejoras de la infraestructura de transporte: se duplicó el porcentaje de carreteras pavimentadas en países con vastas zonas rurales, y se ampliaron los sistemas de autobuses de tránsito rápido y las redes de metro en lugares en los que antes predominaban viejos minibuses destartalados y contaminantes.
No obstante, la calidad de los servicios sigue siendo deficiente. El tiempo promedio de desplazamiento en las megaciudades de la región es de unos paralizantes 90 minutos, a pesar de la ampliación de la infraestructura vial. En cuanto al agua, más del 40% de la población de la mayoría de los países duda de su potabilidad. Y en la energía, los frecuentes y prolongados apagones eléctricos afectan negativamente la calidad de vida y la productividad en muchos países. Para peor, las tarifas de los servicios siguen siendo más altas que en cualquier otra región en desarrollo. Dichas tarifas les cuestan a las familias de bajos recursos el 14% de sus ingresos, casi cinco puntos porcentuales más que en el Asia emergente.
Las protestas que estallaron en 2019 contra los servicios deficientes y costosos y las perturbaciones masivas de la pandemia COVID-19 les han dado un lugar protagónico a dichas deficiencias. Mientras que a una familia en una zona rural que debe caminar 15 minutos buscando agua segura para lavarse las manos obviamente se le dificulta acatar las recomendaciones sanitarias básicas para combatir la COVID-19, a una familia que vive en la ciudad y que viaja apiñada en un metro o autobús atestado, le resulta imposible mantener el distanciamiento social.
La mejora de los servicios de infraestructura
Como lo revelamos en nuestra publicación insignia: Desarrollo en las Américas (DIA) 2020, la buena noticia es que hay acciones que se pueden adoptar para mejorar los servicios. Pero es necesario que haya un cambio de mentalidad: hasta la fecha, se ha prestado demasiada atención al hardware de la infraestructura, es decir, a las carreteras, centrales eléctricas y plantas de tratamiento de agua, mientras que el software, que incluye el marco regulatorio, la gobernanza y las prácticas de gestión de empresas estatales y privadas, ha recibido muy poca atención. Y eso mismo ha sucedido con la necesidad de invertir más y mejor.
La inversión en proyectos bien seleccionados y gestionados puede desempeñar un papel importante en la reactivación de las economías. Puede ayudar a reducir la desigualdad y también permitirnos estar preparados para la crisis del cambio climático, así como para los desafíos que plantea el envejecimiento de la población.
Existen numerosas y excelentes oportunidades. Estamos al borde de una nueva revolución tecnológica que no solo reducirá los costos, sino que cambiará la naturaleza misma de la forma en que se producen y consumen estos servicios. Por ejemplo, los hogares con infraestructura y servicios digitales podrán programar sus electrodomésticos inteligentes para que funcionen durante las horas del día con baja demanda de electricidad y precios bajos. Entretanto, la tecnología digital y la rápida caída de los precios de los paneles solares y el almacenamiento de baterías permitirán la descentralización de la producción de energía a medida que los hogares y las industrias pasan a generar su propia electricidad, que podrán almacenar o vender de nuevo a la red.
Transformar la infraestructura
Una mayor digitalización también puede ayudar en la transformación del transporte, que es sumamente lento y congestionado en las zonas urbanas; además constituye una de las principales causas de enfermedades respiratorias y es uno de los mayores contribuyentes a las emisiones de gases de efecto invernadero. La digitalización permite el funcionamiento de vehículos autónomos sin conductor. Permite también la interconectividad, o el intercambio de datos entre vehículos. Así como la utilización de tecnologías que facilitan la propiedad y el uso compartidos de automóviles, bicicletas, patinetes y camiones. Estos avances tecnológicos junto con la electrificación pueden crear ciudades más limpias. Con la infraestructura adecuada, la mayoría de los vehículos podrían ser autónomos, eléctricos y compartidos. Se podría utilizar ampliamente el transporte masivo (metro, tren ligero y autobús de tránsito rápido) así como el transporte no motorizado. Y, en última instancia, el transporte podría ser más barato. Los vehículos autónomos e interconectados digitalmente le podrían ahorrar al hogar promedio de la región US$3.000 al año, es decir, el 17% de sus ingresos anuales.
La revolución tecnológica también permitirá un futuro más verde de otras maneras. Muchos países están rezagados en cuanto a la transformación de su matriz energética, y aunque la COVID-19 ha dado lugar a una reducción transitoria de las emisiones de gases de efecto invernadero, la recuperación post pandemia debería incluir el objetivo explícito de reducir esas emisiones a cero de manera permanente.
Mas y mejor inversión
Todo esto, sin duda alguna, requerirá más inversión. Por ejemplo, la automatización, como la Internet de las cosas (IoT, por sus siglas en inglés), los sensores y otras tecnologías que permiten que los dispositivos se comuniquen entre sí, son esenciales para las mejoras de la infraestructura, pero dependen de altos niveles de conectividad digital, incluyendo la banda ancha 5G. No obstante, América Latina y el Caribe está muy rezagada con respecto a los países de la OCDE incluso en lo que respecta a la tecnología 4G, ya que menos de dos tercios de la población tiene acceso a ella, en comparación con el 97% en los países de la OCDE.
En la última década, la región invirtió el 2,8% de su PIB en infraestructura, la mitad de lo que invirtió Asia. Es necesario invertir más. Los fondos de pensiones de nuestra región administran más de US$3 billones. Una estimación conservadora sostiene que, si atrajéramos solo al 5% de la cartera a inversiones en infraestructura, podríamos duplicar la inversión privada en el sector hasta alcanzar US$40.000 millones al año. En otras palabras, si creamos los instrumentos financieros adecuados tendremos varias fuentes que explotar. Pero también tenemos que invertir mejor, especialmente en materia de inversión pública. En la actualidad, perdemos 35 centavos por dólar en retrasos, corrupción y proyectos mal diseñados.
Mejor regulación de los servicios de infraestructura
También será necesario repensar la regulación, teniendo en cuenta los enormes saltos tecnológicos. En la actualidad, muchos servicios son prestados por empresas reguladas que constituyen monopolios, un fenómeno que ha dado lugar a una mala calidad y a precios elevados. Pero la revolución digital está creando nuevos proveedores y nuevas interconexiones, permitiendo a la vez una mayor competencia. Dicha competencia requerirá supervisión y normas para garantizar que no se creen nuevos monopolios, que se presten servicios de mejor calidad y más asequibles, y que las ganancias de eficiencia también lleguen a los pobres, que gastan una alta proporción de sus ingresos en agua y saneamiento, transporte y energía.
América Latina y el Caribe está pasando por uno de los momentos más difíciles de su historia, afectada por una aguda pandemia y una grave recesión económica. Pero más allá de la coyuntura, la región ha invertido muy poco en infraestructura durante mucho tiempo. La región debe utilizar este momento para planificar cómo salir de la crisis con mejores servicios apalancados en los avances tecnológicos que se están produciendo. La evidencia presentada en nuestro reciente informe insignia sugiere que incluso pequeñas mejoras en la eficiencia de los servicios pueden impulsar el crecimiento hasta en 3,5 puntos porcentuales a lo largo de una década, lo que, si se extrapola a toda la región, añadiría unos US$200.000 millones a nuestra economía para 2030. Podríamos hacerlo aún mucho mejor si aceptáramos el desafío promoviendo a la vez la causa de inclusión e igualdad.
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