La evolución de resultados en educación y salud ilustran una historia de dos sectores: uno infinitamente más dinámico y pujante que el otro.
Por el lado positivo, América Latina ‒y gran parte del mundo‒ ha dado grandes pasos hacia la erradicación de enfermedades que anteriormente solían causar muerte, deformidades y sufrimiento, como la viruela y la polio. Los avances en la atención médica primaria, incluidas las vacunas, han contribuido a que la mortalidad infantil se haya reducido en un 80% en apenas 50 años. La expectativa de vida ha dado un salto de 52 a 72 años. Hasta la incidencia de malaria, en otra época una enfermedad tremendamente difícil de abordar, se ha reducido en un dramático 70% en las Américas en 15 años. Gracias a nuevas vacunas y medicamentos, la prevención y el tratamiento de otras enfermedades anteriormente mortales, entre ellas el VIH y la meningitis, están avanzando rápidamente.
Pero la educación ha avanzado a otro ritmo. Mientras que en algunos aspectos se han logrado mejoras, en muchos otros los resultados se han estancado. En 2012, el Programa para la Evaluación Internacional de Alumnos (PISA) de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE), clasificó a 65 países según el logro académico de sus escolares de 15 y 16 años de edad en las áreas de lectura, matemáticas y ciencias. Los ocho países latinoamericanos evaluados en el informe se ubicaron en el tercio más bajo del ranking. Además, los resultados han variado poco en el tiempo. Solo dos de los países latinoamericanos mostraron una mejora estadísticamente significativa en matemáticas entre las pruebas de 2003 y las de 2012, y con la única excepción de Brasil, ninguno de esos países mejoró sus resultados en ciencias entre 2006 y 2012.
Entre las potenciales explicaciones para las diferencias en dinamismo entre estos sectores, hay una que merece especial atención. La investigación y el desarrollo científico en el sector de la salud se ha beneficiado con inversiones extraordinariamente mayores que en la educación. La investigación en educación se ha caracterizado por teorías y supuestos, reformas y contrarreformas. Por el contrario, la investigación científica en el campo de la salud ha sido impulsada por ensayos controlados aleatorizados y el análisis riguroso de grandes cantidades de datos. Y América Latina no está sola en este sentido. Las calificaciones en lectura y matemáticas de los escolares de 17 años de Estados Unidos no han variado significativamente desde la primera vez que se administró la Evaluación Nacional del Avance en Educación (NAEP, por su sigla en inglés), a comienzos de la década de 1970. Sin embargo, en Estados Unidos se invierte en investigación empírica en educación cifras insignificantes comparadas con los casi $13.000 millones que el gobierno estadounidense ha invertido tan solo en los últimos 10 años en investigación en el campo de la salud. El resultado ha sido un avance limitado en educación por un lado y por el otro, toda una serie de nuevas vacunas, medicamentos y tecnologías de diagnóstico que han salvado cientos de miles de vidas en todo el mundo.
Si los costos que representa para EE.UU. no promover avances en educación son enormes, igualmente lo son para nuestra región. América Latina y el Caribe ha aumentado su inversión en educación de alrededor de 3,1% del producto interno bruto en 1985 a 5,3% del producto bruto interno en 2012. Los gobiernos en la región entienden claramente la importancia de la educación para impulsar el crecimiento económico y luchar contra la pobreza y la desigualdad. Aún así, los centros de investigación e innovación de los ministerios de educación por lo general casi no realizan ensayos controlados aleatorizados. Y eso dificulta sobremanera la toma de decisiones. Un ministro de educación que trate de decidir si centralizar o descentralizar los programas de estudio, reducir el tamaño de las clases o introducir nuevas tecnologías en las escuelas, dispone de poca información rigurosa para determinar que es un desperdicio de dinero y que funciona.
Un ejemplo sirve para ilustrar este problema. En 2008 se implementó en Perú el programa Una Laptop por Niño (OLPC, por sus siglas en inglés), mediante el cual se distribuyeron 900.000 computadoras portátiles entre los alumnos de escuelas primarias de todo el país. El supuesto era que la distribución de computadoras iba a aumentar el aprendizaje de los estudiantes. Además, como se esperaba que la introducción de tecnología iba a hacer las clases más interesantes, también se anticipaban menores índices de repetición y deserción escolar. Sin embargo, un riguroso estudio del BID mostró que el programa produjo pocos de los efectos previstos. Aunque llevar computadoras a las escuelas hizo mejorar las capacidades de los estudiantes de utilizar las computadoras, no se consiguió mejorar la competencia en matemáticas y lectura, ni tampoco se contribuyó apreciablemente a mantener a los niños en la escuela y encaminados hacia la graduación. Pero qué diferentes podrían haber sido las políticas y los resultados si se hubiesen efectuado ensayos controlados aleatorizados antes de lanzar el programa.
La solución al problema la tenemos al alcance de la mano. Los ensayos controlados aleatorizados son fáciles de realizar y relativamente económicos, dado que la mayoría de estos estudios tienen un costo menor al millón de dólares. Actualmente América Latina destina aproximadamente 79.000 millones de dólares al año en educación primaria. Si se destinara apenas 1% de esa cifra a realizar ensayos controlados aleatorizados, eso permitiría llevar a cabo cientos de estudios de ese tipo cada año. La evidencia resultante podría utilizarse para potenciar el sector educativo de modo de lograr reducciones en la pobreza y la desigualdad similares a los considerables avances logrados en el sector de la salud en su lucha contra las enfermedades.
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