Son como obras en una exposición de espantos: la Crisis del Tequila de 1994, las crisis de Rusia y Asia en 1997 y 1998, y la crisis económica mundial de 2008. Representan momentos en que los inversionistas extranjeros se retiraron de América Latina y el Caribe; en que se contrajo el crédito y las inversiones extranjeras, y la región sufrió.
Las crisis externas siguen dando miedo hasta el día de hoy. La región, que tiene una baja tasa de ahorro, de alrededor del 17% en promedio, desde hace tiempo viene dependiendo excesivamente del crédito externo para financiar sus inversiones. Por supuesto que el financiamiento externo permite construir carreteras, puertos y aeropuertos, plantas generadoras y redes eléctricas, así como instalaciones sanitarias y de agua potable. Pero la excesiva dependencia que tiene la región con respecto a esa fuente de financiamiento también alimenta el temor—y la creencia generalizada—de que aunque la integración financiera con el resto del mundo puede servir para aumentar la disponibilidad de crédito, también puede resultar altamente riesgosa.
Aunque esa parte de la creencia generalizada ciertamente no carece de veracidad, lo que no toma en cuenta es que la integración financiera también puede brindar una forma de seguro. Cuando los países aumentan su integración con otros países, no solo reciben capital extranjero que se acumula en pasivos externos riesgosos, sino que también acumulan activos externos. Es decir, que al mismo tiempo que se endeudan en el exterior, también invierten fuera del país. Y si los factores “fundamentales” de la economía interna son sólidos, esos activos externos pueden ser repatriados, lo que crea una fuente de financiamiento que compensa el dinero que el resto del mundo retira del país cuando los extranjeros se repliegan.
La mayor capacidad de recuperación de los shocks externos que América Latina y el Caribe demostró tener durante la crisis económica de 2008, en comparación con episodios anteriores, deja constancia de ello: los inversionistas de los países de la región repatriaron más activos externos que nunca antes, compensando parcialmente el ingente repliegue de los inversionistas extranjeros (véase el Capítulo 6 del Informe Macro de 2014 del BID).
La clave para entender esto está en descifrar qué combinación de activos y pasivos externos ofrece los mayores beneficios y el menor riesgo.
Como describimos Eduardo Fernández Arias, Matías Marzani y yo en un estudio reciente, esto comienza por entender que no todos los activos y los pasivos externos son lo mismo. La inversión extranjera directa (IED) en virtud de la cual un inversionista compra una compañía, por ejemplo, genera un pasivo externo que es más difícil de liquidar. En comparación, los préstamos bancarios son más líquidos y las inversiones de cartera (acciones y bonos) lo son aún más.
En el trabajo demostramos que esas diferencias constituyen un factor importante de la vulnerabilidad de los países a las crisis externas. El punto clave es que diversos tipos de entradas de capitales producen resultados distintos en cuanto a la forma en que inciden en la solvencia y la liquidez que necesita un país para su estabilidad macroeconómica. En cuanto a los activos externos, concluimos que la facilidad con que se puedan repatriar es vital para su valor como medio de cobertura.
Al hacer la sumatoria de todos los efectos, descubrimos que la integración financiera reduce los riesgos netos, debido a que la seguridad que proporcionan los activos externos generalmente es mayor que el aumento del riesgo generado por los pasivos externos. Que esto se materialice o no en casos individuales dependerá de los detalles específicos de la estructura de la hoja de balance externa del país, es decir, de la composición de pasivos y activos externos. Los resultados revelan que la integración financiera no impone inequívocamente una disyuntiva entre el acceso al crédito externo y la estabilidad macroeconómica como supone la creencia generalizada. De hecho, concluimos que la integración financiera es un remedio imperfecto contra la enfermedad de la “baja tasa nacional de ahorro”.
¿Qué quiero decir con “remedio imperfecto”? Las tasas de ahorro bajas limitan la disponibilidad de recursos para invertir. En principio, la integración financiera puede remediar esta situación, porque permite que los países accedan a capitales externos. Pero, como demostramos en la publicación insignia del BID, Ahorrar para desarrollarse: cómo América Latina y el Caribe puede ahorrar más y mejor, las bajas tasas de ahorro de la región son una manifestación de múltiples distorsiones, entre las que figura la falta de confianza en sus economías. Esas distorsiones probablemente reducen la eficacia de la integración financiera como remedio para el mal del bajo ahorro. Por ejemplo, es probable que los inversionistas extranjeros se sientan menos dispuestos a financiar inversiones de largo plazo (es decir, IED) en países cuyos residentes no estén dispuestos a ahorrar e invertir sus propios ahorros internamente. Si los inversionistas extranjeros llegan a otorgar préstamos a esos países, preferirán plazos cortos y tasas de interés altas, lo que a su vez se traduce en una cartera riesgosa de pasivos externos. De igual modo, los inversionistas locales que acumulan activos en el exterior se van a mostrar menos dispuestos a repatriarlos cuando se necesiten.
La clave para resolver el problema está en aumentar el ahorro. Un mayor ahorro en el país no solo puede reducir el costo del financiamiento de las inversiones (ya que el financiamiento externo lleva aparejada una prima de riesgo). Puede además reducir la necesidad de acumular pasivos externos. Y con una mayor tasa de ahorro interno, la integración financiera puede incluso ayudar a reducir aún más los riesgos al facilitar la acumulación de activos externos que se pueden repatriar.
Lo ideal, como se expone en un reciente estudio y blog, es crear un círculo virtuoso en el que una mayor masa de ahorros genere un mayor financiamiento interno, una mejor asignación de los recursos, y un mayor crecimiento de la productividad, lo que conduce a una mayor rentabilidad de las inversiones. Así, se trata de crear una receta de mayor crecimiento con menos riesgo.
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