Puede que los vecinos de la ciudad alemana de Hamburgo hayan quedado impactados por el estallido de violentas manifestaciones el 6 y 7 de julio durante la reunión del G-20, cuando manifestantes armados con piedras y dispositivos incendiarios cerraron calles y avenidas, quemaron vehículos y libraron batallas campales con la policía. Pero para los habitantes de muchas ciudades latinoamericanas tales escenas son algo habitual. Y lo son porque los ciudadanos comunes y corrientes se sienten frustrados con su capacidad de influir en las decisiones políticas a través de canales institucionales como el voto, escribiéndoles a sus representantes o formando organizaciones para negociar con el Congreso.
La proliferación de protestas en las calles suele ser un indicio de debilidad institucional. En un estudio y un trabajo de seguimiento, Fabiana Machado, Mariano Tommasi y yo descubrimos que la gente está mucho más dispuesta a salir a manifestarse cuando las instituciones políticas de su país—entre ellas el Congreso, los tribunales y la burocracia oficial—son débiles que cuando dichas instituciones son robustas y receptivas a los reclamos de la ciudadanía. En otras palabras, la gente se vuelca a las calles cuando sus gobiernos son incapaces de ayudarla a alcanzar sus objetivos políticos. Puede que en las democracias que funcionan bien, como las de Alemania y Francia, se produzcan manifestaciones de vez en cuando, y que esas manifestaciones se vean empañadas a veces por extremistas violentos. Pero las protestas constantes por parte de ciudadanos comunes y corrientes revelan que está pasando algo bastante serio con el funcionamiento del Estado.
Pensemos en una relación básica: la que existe entre el pueblo y sus representantes elegidos. En los cuerpos legislativos eficaces, los representantes están bien formados, se desempeñan durante varios períodos y su labor de años enteros en comisiones de política les permite adquirir experiencia y conocimientos en áreas específicas. En suma, tienen las calificaciones y la experiencia necesarias para cumplir sus responsabilidades con profesionalismo. No ocurre así en muchos congresos latinoamericanos. De hecho, muchos habitantes de América Latina dudan que sus representantes puedan defender efectivamente sus intereses. Los datos indican que esta situación puede tener consecuencias. En respuestas a encuestas sobre el gobierno del Proyecto de Opinión Pública de América Latina (LAPOP) de la Universidad Vanderbilt, descubrimos que en países donde la gente tiende a comunicarse con algún miembro del Congreso—y por consiguiente, donde tiene fe en sus legisladores—es menos probable que participe de protestas. Pero donde escasea esa fe, es probable que le resulte más atractivo protestar.
Hay otras medidas de descontento con el gobierno (como se desprende de las encuestas del LAPOP) que inciden de un modo parecido en la probabilidad de que los ciudadanos protesten, entre ellas, experiencias directas con la corrupción y la preferencia por un candidato de la oposición que uno oficialista. Además, la propensión a salir a la calle es mayor cuando se encuentra en entredicho la independencia del Poder Judicial y la gestión burocrática es deficiente. De hecho, entre la gente que piensa que los partidos políticos efectivamente representan a sus potenciales electores en América Latina, la probabilidad de participar en protestas es de un 35% en aquellos casos donde la fortaleza institucional es extremadamente baja, y de apenas un 8% donde la misma es mucho mayor.
Claro que las características individuales también inciden de manera decisiva en la propensión a protestar. La protesta es mucho más probable entre personas más jóvenes, mejor formadas y con mayores recursos. Es más probable entre gente que ya participa de actividades de grupo, como iglesias, sindicatos y grupos comunitarios, y que por lo tanto tiene redes de allegados que la puedan ayudar a organizarse, y también es más habitual entre individuos altamente ideologizados. Puede que tanto gente con puntos de vista políticos moderados como aquellos con opiniones más extremas se vean dispuestos a manifestarse por igual cuando las instituciones son débiles: el joven anarquista radical y el jubilado de tendencia moderada haciendo causa común cuando su gobierno luce inútil. Pero cuando las instituciones son fuertes, es un 40% más probable que lo haga el individuo con puntos de vista ideológicos extremos.
Aunque algunos casi siempre estarán dispuestos a manifestarse y marchar, en el caso de la mayoría la fortaleza institucional marca la diferencia. Y los sucesos registrados últimamente en América Latina no auguran nada bueno. En gran parte de la región han estallado protestas, y en Brasil, Colombia, Chile, Ecuador y Guyana Francesa gritan por problemas que van desde el estancamiento económico y la percepción de corrupción, hasta la erosión de los mecanismos de freno y contrapeso, y los intentos de alterar los límites de los períodos constitucionales. No es algo necesariamente malo. Las protestas, cuando son pacíficas, son formas legítimas de participación política, y en América Latina tienen un largo historial en cuanto al logro de concesiones. Pero si la gente confiara en que la maquinaria gubernamental va a promover sus intereses, podríamos verla invertir más de su tiempo en el fortalecimiento de las instituciones. Podríamos verla formulando programas de gobierno, formando partidos políticos y negociando en el Congreso, en vez de cortar calles, inutilizar el transporte público o, en el peor de los casos, quemar autobuses y edificios. El desafío del fortalecimiento institucional es enorme, y es allí donde las organizaciones multilaterales como el BID pueden cumplir un papel importante y donde las naciones definen su futuro.
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