A mediados de 2015, decenas de miles de ciudadanos guatemaltecos salieron a las calles para protestar contra un sistema de corrupción multimillonario al más alto nivel del gobierno y para exigir reformas. Hacia septiembre, ministros y consejeros clave habían tenido que abandonar sus cargos, y el presidente del país estaba en la cárcel.
No obstante, hoy en día, dos años después de esa eufórica manifestación de poder popular, poco ha cambiado en la dinámica estructural que tantos problemas ha generado en el país. En realidad, en Guatemala la política sigue caracterizándose por un sistema de partidos con una base institucional débil, al servicio de intereses creados y a menudo relacionado con fondos opacos.
Esa es al menos la opinión de Edgar Balsells, profesor y ex Ministro de Finanzas de Guatemala, que participó en una reciente conferencia del BID sobre la formulación de políticas públicas en América Latina. En esa conferencia y en un documento que será publicado próximamente, Balsells sostiene que las debilidades del sistema de partidos están en el centro de numerosos problemas de su país y que se requieren reformas urgentes para emprender una nueva dirección.
Hace ya tiempo que se considera que un sistema de partidos fuerte es crucial para la capacidad del gobierno. En trabajos de investigadores pioneros del BID y de unos cuantos colaboradores externos, realizados a comienzos de la década de 2000, se consideraba que en dicho sistema normalmente habría un pequeño número de partidos bien organizados y programáticos (e ideológicos) que perdurarían a lo largo del tiempo y que representarían posiciones relativamente consistentes en materia de políticas. Esos partidos, que se consideraba fuertemente institucionalizados, aumentarían la rendición de cuentas democrática y, además, contribuirían a asegurar que las políticas importantes sobrevivieran a los cambios de gobierno.
Guatemala tiene un sistema de partidos con una base institucional débil
El sistema de partidos de Guatemala representa el opuesto de ese ideal. Es uno de los que tienen la base institucional más débil de toda América Latina; la antigüedad promedio de un partido político es de solo seis años, y hay más de una docena de partidos que compiten en cada elección, la mayoría de los cuales representan poco o nada en términos de ideología. En efecto, desde la vuelta a la democracia en 1985, no hay ningún partido político que haya ocupado dos veces el sillón presidencial. Muchos de ellos, entre los que se cuentan los dos más grandes a partir de 1999, han desaparecido del todo.
El carácter transitorio y la falta de ideas dan a entender que los legisladores a menudo cambian de afiliación política durante su carrera. Y lo que es aún más importante: significa que los partidos políticos no representan las preferencias de los votantes en materia de políticas. Más bien, tienden a valerse de promesas clientelistas y están al servicio de aquellos que ponen el dinero. Estos no suelen ser ciudadanos comunes. Constituyen poderosos intereses políticos y comerciales de la oligarquía tradicional y los caciques locales.
En este sentido, Guatemala contrasta vigorosamente con El Salvador, un país donde el izquierdista FMLN y el derechista partido ARENA tienen una fuerte impronta, redes nacionales y organizaciones sumamente disciplinadas, y donde el dominio de los dos partidos a lo largo de los últimos 25 años ha proporcionado una estabilidad muy necesaria.
El papel del sistema de partidos en los indicadores sociales bajos
Las consecuencias para Guatemala son drásticas. Las instituciones y la gobernanza inadecuadas, en las que el sistema de partidos débiles y sumamente volátiles desempeña un rol clave, contribuyen a establecer indicadores sociales preocupantemente bajos. Según un informe de 2016 del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), estos indicadores arrojan una media de seis años de escolarización y tasas de pobreza que han aumentado hasta el 76%, con el 35% en condiciones de extrema pobreza. Entretanto, según Balsells, la corrupción y la influencia del dinero de la droga en las elecciones sigue siendo un lastre para el sistema político.
Las reformas, entre ellas la que atañe al financiamiento de las campañas políticas, podrían marcar una gran diferencia, asegura el especialista. También lo harían una mayor centralización de la planificación y la regulación de las operaciones del gobierno (para quitar el poder a las elites locales corruptas), junto con más democracia en todos los niveles. Y, añade, la ayuda de la comunidad internacional debería quedar estrictamente condicionada a la aprobación de esas reformas.
Si hay un lado positivo en esta historia, tiene que ver con los fiscales locales, que –junto con una comisión apoyada por Naciones Unidas– han iniciado una lucha contra la corrupción. También tiene que ver con el gran número de ciudadanos, organizaciones no gubernamentales y otros grupos de la sociedad civil que en 2015 se alzaron para exigir una política más limpia y un gobierno más sensible a las necesidades de su pueblo. Estos objetivos, al margen de cuánto se demoren las reformas, son pilares fundamentales para construir el futuro.
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