Hace algunas semanas leía, con interés, un artículo en la revista Time sobre una corriente que ha cobrado fuerza en los Estados Unidos por su actitud crítica hacia la tendencia de lo que en inglés se conoce como “overparenting”, o la exageración en la práctica de ser padres.
Debo admitir que –pese a haber vivido varios años en Estados Unidos- no me dejan de sorprender los excesos que a veces se observan en la sociedad norteamericana. El estilo de ser padres que describe el artículo de Time es casi una caricatura y probablemente calza en ciertos segmentos de esta sociedad (y de las nuestras). Es un estilo caracterizado por las desproporciones. El artículo describe una manera de ser padres que se destaca por la sobreprotección de los hijos hasta niveles irracionales y la abundancia exagerada de estímulos. Está motivada por una búsqueda casi obsesiva del éxito de los hijos que convierte al ejercicio de la paternidad y maternidad en un proceso productivo del cual deben lograrse resultados con eficiencia. La crítica a este estilo de paternidad sugiere que sus resultados dejan mucho que desear. Los hijos crecen estresados por la presión que desde chicos sienten sobre sí. Y toda esa protección no les enseña a resolver problemas por sí solos ni a afrontar circunstancias adversas (de aquellas que se dan en la vida real).
Este artículo que critica el exceso de paternidad me sacude porque en el día a día, trabajo con personas y programas de Latinoamérica y el Caribe que – entre otras cosas- buscan mejorar la calidad de las atenciones más elementales que reciben los niños de la región. Entre ellas, está el grupo de intervenciones destinadas a cambiar las prácticas de crianza, en particular aquellas de los padres y las madres más pobres y menos educados de la región. Este tipo de programas promueven el enseñar a los padres y madres sobre la importancia de acciones tan básicas como hablar, jugar y cantar con sus hijos y a motivarlos para que las practiquen con mayor frecuencia de lo que ocurre actualmente.
Sin embargo, al reflexionar un poco más profundamente sobre el tema, me doy cuenta que finalmente algo tienen en común los excesos que describe el artículo de Time y las carencias que enfrentamos en nuestra región: en uno y otro caso, los adultos han fallado en poner al niño en el centro de la ecuación. Los padres exagerados, en su obsesión por sobre-proteger y estimular a sus hijos, se olvidan de pensar en las necesidades de éstos. Y aquellos en el otro extremo, ni siquiera saben el valor que la interacción entre ellos y sus hijos puede tener para los niños.
La tarea de poner a los niños en el centro no es una en la cual fallan únicamente los padres. También los hacedores de política que intentan garantizar la atención integral de los niños en sus primeros años de vida enfrentan ese mismo reto. O como lo formulaba Patricia Jara hace unas semanas en este mismo espacio: “…¿en qué consiste el desafío? En transformar programas y servicios en un territorio, con bajos niveles de coordinación entre ellos, sin planificación… y sin flujos definidos de circulación de beneficiarios entre instituciones, en una verdadera red integrada de servicios… Y, sobre todo,… en mecanismos eficientes que permitan acompañar realmente la trayectoria de desarrollo de los niños y niñas.”
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