Saboreando una dulce papaya u observando a una pareja de tucanes a través de frondosas colinas, es fácil apreciar los dones de la naturaleza que sustentan nuestras vidas. Las plantas y los animales forman ecosistemas que nos proporcionan agua limpia, alimentos nutritivos, aire respirable, suelo fértil y una belleza sobrecogedora que nos alegra la vida. América Latina y el Caribe albergan un tesoro de biodiversidad, con especies raras que no se encuentran en ningún otro lugar de la Tierra.
Sin embargo, la agricultura y el cambio climático amenazan estas riquezas naturales que nos sustentan. Como explicamos en nuestra reciente publicación “Replantando la biodiversidad y replanteando la alimentación“, la producción de alimentos es el principal motor de la deforestación y la pérdida de biodiversidad. El aumento de las temperaturas, los cambios en los patrones de lluvia y los eventos climáticos extremos se suman a la presión sobre los ecosistemas de toda la región. Las sequías prolongadas, los incendios forestales y las inundaciones ponen en peligro los bosques y los hábitats frágiles, poniendo en peligro la vida salvaje. Al mismo tiempo, las olas de calor, las lluvias erráticas y los fenómenos extremos reducen el rendimiento agrícola, la productividad ganadera y los ingresos de los agricultores, poniendo en peligro la seguridad alimentaria.
Para agravar la situación, el hambre y las privaciones siguen asolando a demasiados hogares en América Latina y el Caribe. Persisten focos de pobreza en las zonas rurales, sobre todo entre los pequeños agricultores. Aunque la región produce exportaciones agrícolas, el 37% de su población sufre inseguridad alimentaria, el 6,5% pasa hambre y el 22,5% no puede permitirse una dieta sana. Esta inseguridad alimentaria, la desnutrición y la marginación de los agricultores sólo corren el riesgo de empeorar con el cambio climático.
Es mucho lo que está en juego cuando los ecosistemas se tambalean. Insectos, murciélagos y aves polinizan más del 75% de los cultivos alimentarios del mundo. Los manglares y arrecifes de coral sanos albergan pesquerías que alimentan a millones de personas. Las ricas comunidades microbianas filtran el agua y crean un suelo fértil para cultivar nuestros cereales y verduras. Perder estos servicios fundacionales devastaría la producción de alimentos y los medios de subsistencia. Si se sigue destruyendo la naturaleza, la pérdida de seis servicios ecosistémicos (polinización, protección costera, rendimiento hídrico, producción forestal, pesca marina y almacenamiento de carbono) generaría unas pérdidas globales de casi 10 billones (10 millones de millones) de dólares en 2050. Según un estudio del BID, sólo el cambio climático podría reducir la producción agrícola de la región en un 5% y costar un 0,5% del PIB en 2050 si no conseguimos adaptar la forma en que gestionamos la tierra y los océanos.
La buena noticia es que existen muchas opciones probadas para salvaguardar tanto los ecosistemas como la seguridad alimentaria al tiempo que se adaptan al cambio climático. Una serie de prácticas agroecológicas como la diversificación de especies, la inclusión de árboles en lugar de cultivos o pastos (agrosilvicultura y silvopastoreo), la gestión de la salud del suelo y los hábitats, el reciclaje de nutrientes y el control natural de plagas no sólo protegen la biodiversidad sino que también aumentan la productividad, la resiliencia climática, la retención de carbono, la seguridad alimentaria y la nutrición, y los ingresos de los agricultores. Por ejemplo, una granja colombiana de silvopastoreo tenía un 300% más de aves, un 100% más de hormigas y un 60% más de escarabajos peloteros que los campos sin árboles. Las técnicas de gestión del agua, como el riego por goteo, también mantienen el rendimiento con recursos escasos. La clave está en producir más alimentos e ingresos con menos tierra, agua y productos agroquímicos nocivos, todo ello preservando la cubierta arbórea y la salud del suelo.
Los cambios políticos e institucionales son fundamentales para integrar la resistencia al cambio climático y la preservación de la biodiversidad en las prácticas de producción alimentaria. Deberían reformarse las subvenciones agrícolas: se ha comprobado que en su mayoría son ineficaces y poco equitativas, tienen consecuencias negativas para el medio ambiente y promueven dietas poco saludables. Además, los pagos por una agricultura positiva para la naturaleza podrían incentivar a los agricultores a aplicar prácticas agroecológicas, siguiendo el mismo modelo que el esquema de conservación: En Costa Rica, el gobierno ya compensa a los terratenientes por mantener los bosques en lugar de talarlos.
La reglamentación también es importante. Belice, por ejemplo, exige permisos para desarrollar actividades en manglares sensibles. La ordenación del territorio y la normativa correspondiente pueden asignar distintas zonas para la conservación, la agricultura, el pastoreo y otras actividades. Ampliar las zonas protegidas y restaurar los hábitats degradados da a la naturaleza espacio para recuperarse y resistir las crecientes presiones.
Tenemos los conocimientos y la técnica para alimentar a poblaciones crecientes en un clima cambiante sin diezmar la naturaleza, pero hay que cambiar muchos paradigmas y la ventana de la oportunidad se está cerrando rápidamente. Lea nuestro capítulo y únase a nosotros en la defensa de un futuro en el que las explotaciones agrícolas florezcan junto a la naturaleza en vez de sustituirla.
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