Entre el limitado arsenal de medidas que cuentan los gobiernos de América Latina y el Caribe para impulsar la recuperación económica en respuesta a la crisis del COVID-19, las políticas comerciales y de integración juegan un rol vital.
Las fuertes presiones de la crisis han creado un ambiente fértil para la expansión de una perversa lógica proteccionista que puede causar serios daños a nuestra capacidad de recuperación. No es, por tanto, el momento para improvisar.
La historia nos hace recordar que, frente a graves crisis económicas, los gobiernos difícilmente resisten la tentación de imponer barreras comerciales -como nuevos aranceles y barreras no arancelarias- para “proteger nuestros empleos”. Y ahora con la pandemia, de “proteger nuestra seguridad sanitaria.”
Sin embargo, la historia es igualmente clara sobre la miopía de esas medidas. Por ejemplo, la Gran Depresión de los años 30 nos enseña que estimular la economía con protección es una falacia: una vez que se convierte en una práctica mundial, cualquier eventual beneficio tiende a ser compensado por pérdidas en las exportaciones. Eso, sin mencionar lo más importante, las costosas pérdidas de bienestar y de crecimiento que se generan al renunciar a las economías de escala y especialización.
La historia de la región es un testigo contundente en ese sentido. La estrategia de desarrollo aislacionista es un modelo insostenible que dejó un legado de estancamiento, baja productividad, graves desequilibrios fiscales y una crisis paralizante de la balanza de pagos.
Como reveló el estudio reciente del BID, De promesas a resultados en el comercio internacional, la “Gran Liberalización” comercial de los fines de los años 80 fue decisiva para que la región lograra superar este estancamiento, ya que aceleró el crecimiento promedio anual del ingreso per cápita entre 0.6% y 0.7%.
Además de comprometer la reactivación, una reacción proteccionista tampoco es la solución para las crisis sanitarias. Por ejemplo, la actual proliferación de restricciones a las exportaciones de productos médicos (Figura 1) ignora que el comercio internacional depende de cadenas globales de valor, las cuales han contribuido de manera decisiva a reducir los costos y ampliar drásticamente la oferta de medicamentos.
Como ningún país produce todos los bienes de esta cadena, recurrir a una restricción unilateral no genera más que un alivio temporal y parcial. Luego vienen las retaliaciones que agravan la escasez, aumentan los costos y desincentivan las inversiones. Esa misma lógica aplica para las restricciones de exportación de alimentos.
Esto no significa que no existan inquietudes legítimas, por ejemplo, con la concentración de la oferta de medicinas en unos pocos países lejanos –con marcos regulatorios poco transparentes– o con la falta de capacitación tecnológica regional en el sector.
Sin embargo, las medidas radicales como reservas de mercado a la producción local que algunos favorecen agravarían el problema en vez de resolverlo, harían disparar los costos de las medicinas y serían un enorme incentivo a la corrupción, como ilustran los graves escándalos de la política brasileña de contenido local en la última década.[1]
Como bien argumentan Baldwin y Evenett (2020), en lugar de distorsionar los flujos de comercio, lo mejor sería usar incentivos fiscales o crediticios para superar eventuales fallas de mercado. En todo caso, la disponibilidad de productos médicos de emergencia que los países deben tener a su disposición es clave para estas situaciones, así como acuerdos de cooperación con otros gobiernos en esta materia.
No hay espacio para dudas o equivocaciones
Los giros proteccionistas tienden a ser costosos, como lo demuestran varios episodios en las últimas décadas, en países de la región como Argentina, Brasil o Venezuela. En las circunstancias actuales, serían aún más desastrosos.
Seguramente agravarían la ya preocupante contracción de nuestras exportaciones, una de las pocas opciones de reactivación que tienen los países dado el elevado endeudamiento de los gobiernos, las empresas y los consumidores. Según las estimaciones más optimistas de la Organización Mundial del Comercio (OMC), la caída de los envíos de la región ya supera el “Gran Colapso del Comercio”, que resultó de la crisis financiera de 2008/09 (Figura 2).
Estas medidas también ofrecerían justificaciones adicionales para que nuestros principales mercados del norte agudicen sus medidas proteccionistas, privándonos de la oportunidad de encauzar las economías y diversificar nuestras exportaciones.
Implicaría renunciar a las oportunidades de nearshoring en el hemisferio -la contratación de servicios en países cercanos-, fruto del creciente esfuerzo de las empresas de aumentar la resiliencia de sus cadenas de valor. La guerra comercial entre las grandes potencias y la crisis sanitaria han revaluado los riesgos de concentrar proveedores en países lejanos con opacos marcos institucionales y regulatorios.
Finalmente, arruinarían las oportunidades de sustitución de importaciones ocasionadas por las fuertes devaluaciones del tipo de cambio real en gran parte de los países de la región. Las barreras a la importación de insumos y bienes de capital desestimularían estas inversiones.
Cómo redoblar el compromiso con el comercio
En la dimensión multilateral, la prioridad de los gobiernos debería ser preservar y fortalecer el sistema multilateral de comercio basado en reglas. El comercio no puede ser un instrumento para la prosperidad de la región si el mercado mundial se fragmenta en bloques balcanizados, regidos por el poder y no por las leyes.
A nivel regional, los países deben rescatar una agenda incompleta –que permita la ampliación y convergencia de los más de 33 acuerdos preferenciales existentes—para hacerle frente a la crisis y la incertidumbre en los mercados mundiales. Estimaciones recientes del BID apuntan que esta agenda podría expandir el comercio intrarregional en 11.6%, algo a lo que la región no se puede dar el lujo de renunciar.
En la dimensión nacional, los países con niveles aún elevados de protección podrían estimular el crecimiento de sus economías si buscan una convergencia con los niveles de la OCDE, a través de una combinación de iniciativas unilaterales y preferenciales de liberalización.
Por último, no podemos olvidar los altos costos de la logística, el acceso a la información y los trámites en las fronteras que afligen a la región. Las soluciones son bien conocidas. Comprenden desde mejorar las redes de transporte hasta implementar programas mejor financiados y focalizados para promover las exportaciones y las inversiones. La recompensa suele mermar los beneficios asociados con la eliminación de las barreras tradicionales, tales como los aranceles, ya sean ad valorem, específicos, mixtos o compuestos.[2]
Como sugerí anteriormente, esta es una agenda para impulsar no solamente la recuperación económica, sino también la seguridad sanitaria de la región y del mundo, sin la cual nos hay recuperación posible. La manera más eficiente y rápida de aumentar la oferta de productos médicos y de reducir sus costos–y por ende salvar vidas–es permitir su comercio libre de aranceles y barreras no arancelarias.
Varios países de la región y del mundo ya han tomado en los últimos meses medidas para liberalizar el comercio de estos productos. Sin embargo, tales medidas son inocuas si no hacen parte de un esfuerzo de cooperación regional o multilateral con la capacidad de castigar comportamientos oportunistas y hacer cumplir las reglas.
La iniciativa reciente de Chile y otros seis países (Australia, Brunéi, Canadá, Nueva Zelandia, Singapur y Myanmar), que se comprometieron a no tomar medidas restrictivas al comercio de bienes esenciales—sobre todo de medicinas– nos da la esperanza de que este es el camino que nuestros países deben seguir. Aquí, los caminos para la recuperación económica y seguridad sanitaria claramente se cruzan.
[1] Ver Frischtak e Mesquita Moreira (2015).
[2] Ver Mesquita Moreira et al. (2013) y Volpe (2017).
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