Tras las pérdidas económicas, el desempleo y las muertes masivas provocados por la pandemia de COVID-19, hay que responder a la pregunta de cómo gestionar los confinamientos de manera eficaz. Muchos expertos creen que otra pandemia es inevitable. Si eso es cierto, tenemos que estar preparados con políticas comprobadas empíricamente que puedan maximizar el bienestar económico al tiempo que preservan la vida en la mayor medida posible.
Sabemos, por ejemplo, que algunas enfermedades son muy contagiosas, mientras que otras son más letales, y que distintas enfermedades pueden afectar a grupos de la población de manera diferente, siendo algunas más mortales para las personas de la tercera edad que para los jóvenes. También sabemos que las personas de la tercera edad, que por lo general se han retirado del trabajo, tienen mayor capacidad de aislarse voluntariamente que los jóvenes, que aún deben trabajar para ganarse la vida. ¿Qué significa todo esto para el diseño de políticas destinadas a equilibrar los efectos de una pandemia en la economía y la salud? Y cómo sería una política óptima en términos de confinamientos con enfermedades que tienen un gradiente de edad menos pronunciado, es decir, que tienen un efecto menos dispar entre los jóvenes y las personas mayores.
Un nuevo modelo económico de las pandemias
Mis colegas y yo tratamos de abordar estas cuestiones vitales desarrollando un modelo económico de las pandemias que tenga en cuenta las diferencias de edad y la elección individual. Buscando desarrollar este modelo y someterlo a pruebas robustas, utilizamos información de la Encuesta Estadounidense sobre el Uso del Tiempo (ATUS) acerca del uso del tiempo entre los jóvenes y las personas mayores en Estados Unidos antes del COVID-19 y datos de movilidad de Google procedentes de teléfonos móviles sobre su uso del tiempo durante esa crisis. A continuación, intentamos determinar qué tipo de decisiones racionales tomarían las personas de distintos grupos de la población con respecto al distanciamiento social, dado su riesgo de contagio y la probabilidad de aparición de una vacuna.
Partimos de supuestos básicos. El distanciamiento social proporciona protección. Pero tiene el costo de la pérdida de ingresos y la disminución del disfrute del ocio, que sólo pueden mejorarse parcialmente mediante el teletrabajo y actividades de ocio seguras. Los síntomas iniciales de la enfermedad también dejan a las personas y al gobierno con información incompleta sobre el contagio, lo que hace que la capacidad de realizar pruebas sea importante. Y factores como la letalidad de la enfermedad, la necesidad de ganarse la vida y la probabilidad de muerte natural son diferentes para la población en edad de trabajar y para las personas de la tercera edad. Esto da al gobierno la oportunidad de diseñar políticas eficaces que impongan diferentes restricciones de confinamiento en función de la edad.
Primero probamos este modelo con datos reales de 2020 de la pandemia de COVID-19 en Estados Unidos. Durante el COVID-19, las actividades fuera del hogar se redujeron tanto por el aislamiento autoprotector voluntario como por los confinamientos impuestos por el gobierno. Según nuestro modelo, esta reducción de la actividad al aire libre provocó un número de muertes un 80% menor que en un mundo puramente epidemiológico en el que la pandemia se propagaba, pero las personas no lograban ajustar su comportamiento.
El aislamiento voluntario era importante de por sí. Imaginemos un mundo en el que el gobierno no impusiera ningún confinamiento. En un mundo así, las personas mayores se protegerían en gran medida. Los jóvenes también reducirían el trabajo y el ocio exterior, pero mucho menos debido a su menor riesgo de muerte y a su necesidad de ganarse la vida (el teletrabajo es una actividad de menor productividad que el trabajo presencial). El número de muertes en este mundo sin confinamiento habría sido un 65% inferior durante el COVID-19 que en el escenario epidemiológico en el que los individuos no cambiaron su comportamiento.
El planificador social benévolo
Supongamos ahora que un planificador social benévolo elige políticas con el objetivo de maximizar el bienestar de los distintos grupos de la sociedad. Un planificador así tendría en cuenta el bienestar tanto de los jóvenes como de los mayores. Según nuestro marco, el confinamiento socialmente óptimo del planificador sería más estricto que el aplicado en Estados Unidos y reduciría las muertes en ambos grupos de edad. El aumento de las restricciones afectaría predominantemente a los jóvenes, mientras que los mayores ganarían más tiempo al aire libre debido a una menor amenaza de contagio. Esta asimetría sería intencionada: los jóvenes tienden a no tomar grandes precauciones para limitar la propagación de la enfermedad debido a su bajo riesgo personal, dejando que los mayores soporten una carga indebida.
El marco que hemos desarrollado también permite estudiar los confinamientos de diferentes pandemias. Empezaremos centrándonos en la pandemia de la gripe española de la década de 1910. El confinamiento óptimo en aquella época habría implicado reducciones más leves de la interacción social, aunque la tasa de mortalidad global de esta enfermedad fuera mayor. Esto se debe a una combinación de factores que eran distintos hace 100 años: una población más joven, la imposibilidad de teletrabajar y un virus diferente, entre otros. Dado que los jóvenes tenían más probabilidades de morir, era más probable que se aislaran voluntariamente para limitar su probabilidad de muerte. La imposibilidad entonces de teletrabajar sería un factor compensatorio, ya que los jóvenes tendrían más dificultades para ganarse la vida desde casa. Pero teniendo en cuenta matemáticamente estos factores, el confinamiento óptimo seguiría siendo más leve que con el COVID-19.
El mismo marco se aplica a otras enfermedades con diferentes niveles de riesgo de contagio y letalidad. El gradiente de edad es siempre un factor crucial: si la tasa de letalidad es alta entre los jóvenes, un grupo considerable y activo, se necesitan menos restricciones adicionales debido a sus mayores precauciones voluntarias. Las condiciones económicas también son críticas. En escenarios en los que la población de mayor edad es menor o en los que teletrabajar es fácil, lo óptimo es una política menos restrictiva.
Pruebas durante una pandemia
También exploramos varios aspectos de las pruebas. Por sí solas, las pruebas no eliminan una enfermedad tan contagiosa como el COVID-19. Sin embargo, sí alivian significativamente el impacto del virus. Por ese motivo, el confinamiento óptimo depende de la capacidad del sistema de pruebas. Si dicha capacidad es robusta, se justifica un confinamiento menos restrictivo, que reduzca las pérdidas del PIB y facilite un alivio más rápido de las restricciones. Sin embargo, cuando las pruebas son costosas y escasas, es importante dar prioridad a los jóvenes, ya que esto permite el aislamiento selectivo de los individuos que dan positivo en las pruebas y que, de otro modo, probablemente participarían en más interacciones sociales si no se vieran obligados a aislarse.
Esperamos que nuestras conclusiones contribuyan a una formulación de políticas más racional en caso de que se produzca otra pandemia. Durante el COVID-19, los confinamientos fueron muy controvertidos, dados los intereses contrapuestos de los distintos grupos de la población y los inevitables sacrificios en materia económica y de salud que acarreaban los distintos regímenes. Un enfoque más empírico y basado en evidencia elimina parte de esa controversia y permite diseñar políticas que maximicen el bienestar general.
Leave a Reply