Las noticias de salud en América Latina no son nada buenas. La región se ha convertido en el epicentro mundial de la epidemia COVID-19, con cerca de 4 millones de personas contagiadas y 204.000 muertos hasta mediados de junio. Además, las cifras están aumentando rápidamente en varios países, entre ellos Brasil, que es el segundo país después de Estados Unidos en casos reportados, Perú con el séptimo número más alto de casos a nivel mundial y Chile, donde los brotes han llevado a la imposición de nuevas cuarentenas.
El problema es que, debido a que el confinamiento provoca perturbaciones importantes en la actividad económica y afecta mucho más a los pobres, quienes a menudo no pueden distanciarse socialmente en sus estrechas viviendas ni trabajar desde sus casas, muchos países están levantando las medidas de cuarentena justo cuando el número de contagios y muertes empieza a aumentar. Entre tanto, en muchos otros países, la gente está encontrando maneras de volver a la normalidad, a pesar de que las medidas de confinamiento aún están en vigor. Eso significa que, para detener la ola de contagios, las personas deben comportarse de tal forma que protejan tanto a sus vecinos como a sí mismos.
La cultura del uso de las máscaras
Una medida clave para hacerlo es usando máscaras protectoras, la cual ha sido respaldada por la Organización Mundial de la Salud. Sin embargo, su uso todavía sigue siendo limitado. En muchos lugares, a través del tiempo, las máscaras han sido estigmatizadas como algo que “solo usan los enfermos”. Además, en América Latina, a menudo la máscara se asocia más con manifestantes y grupos violentos y encima la cultura considera el contacto físico una parte fundamental de la convivencia. El hecho de no usar máscaras en algunos países también se ha convertido en una señal de desafío contra los gobiernos y en un signo de “machismo.”
Los gobiernos y las empresas van a tener que depender, al menos en parte, de las técnicas de la economía del comportamiento para animar a las personas a que sigan utilizando máscaras y participando en el distanciamiento social a través de mensajes sencillos y constantes, como lo recomendamos en nuestra guía que ofrece medidas prácticas para combatir el coronavirus. Esto puede incluir, entre otras cosas, carteles estratégicamente ubicados y comunicaciones digitales que apelen a las normas sociales, adviertan sobre los riesgos de no usar la máscara, y den a la gente la esperanza de que con una acción mancomunada se podrá finalmente vencer a la pandemia.
La economía del comportamiento puede ayudarnos a superar sesgos peligrosos
Esto es fundamental para superar ciertos sesgos que la economía del comportamiento entiende muy bien. Uno es el sesgo de optimismo, especialmente entre los jóvenes, que sienten que están sanos y que es improbable que se enfermen de gravedad, incluso si se contagian con la COVID-19. Otro es el sesgo de confirmación, la tendencia a buscar información que confirme nuestras ideas, en lugar de estar abiertos a información que pueda contradecirlas. Por ejemplo, vamos a una tienda o a un restaurante sin nuestra máscara, y suponemos que solo porque no nos enfermamos de inmediato podemos dejar de usar la máscara por completo. O pensamos que, porque usamos una máscara y no nos contagiamos, lo único que necesitamos es la máscara y que no tenemos que respetar también el distanciamiento físico, que es tan importante para prevenir el contagio. De hecho, las máscaras, al igual que los cruces peatonales o los cascos deportivos, aunque son importantes, pueden tener consecuencias imprevistas al dar a la gente una falsa sensación de seguridad. Solo mediante el uso de técnicas de mensajes eficaces, que hagan énfasis en la importancia del mensaje de que tanto las máscaras como el distanciamiento físico son fundamentales, lograremos combatir estos sesgos y crear entornos menos arriesgados en general.
Apelar a las normas sociales
Otra estrategia clave es apelar a las normas sociales, esas reglas no escritas que rigen la sociedad. Las máscaras pueden resultar incómodas y verse poco elegantes, pero si vemos que otras personas las usan, podemos sentirnos bien al ponernos una para ayudar a nuestros vecinos y compatriotas a luchar contra la pandemia. Los gobiernos y las empresas pueden incluso apelar al sentido de la moda de la gente, como cuando los camareros usan máscaras de colores y diseños elegantes para animar a la clientela de los restaurantes a hacer lo mismo. O, como ya está sucediendo en América Latina, cuando los fabricantes locales producen máscaras deslumbrantes con logotipos de los equipos de fútbol, representaciones artísticas de animales y mensajes políticos o sociales. El presidente de Guatemala, Alejandro Giammattei, dando ejemplo, ya apareció en televisión con una máscara que lleva el nombre de su país.
La clave está en dar un empujoncito a las personas hacia la mejor combinación de comportamientos que permitan reactivar la economía y salvaguardar la salud de la población en la mayor medida posible. Se trata de proporcionar advertencias e información que les dé a las personas la sensación de que pueden protegerse a sí mismas y a sus sociedades sin generar tanto miedo que las lleve a darse por vencidas y abandonarse a su suerte.
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