Detonan los explosivos, revientan los oleoductos y decenas de miles de barriles de petróleo se derraman en praderas y ríos, destruyendo una valiosa fuente de ingresos y devastando flora y fauna terrestre y fluvial. Durante más de 20 años, los frecuentes ataques de rebeldes izquierdistas contra oleoductos han arruinado frágiles ecosistemas en Colombia y le han costado al gobierno de ese país cientos de millones de dólares en regalías perdidas. Pero la violencia contra instalaciones petroleras en Colombia es a duras penas un caso aislado. Desde Nigeria y Sudán hasta Indonesia y Medio Oriente, el petróleo ha sido al mismo tiempo bendición y maldición; prosperidad y —en las ya consagradas palabras del fundador de la OPEP Juan Pablo Pérez Alfonzo— “excremento del diablo”.
Hoy día las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) adelantan su proceso de desmovilización bajo los auspicios de un acuerdo de paz ratificado en noviembre. El Ejército de Liberación Nacional (ELN) está negociando la paz con el gobierno. Pero la lucha por la riqueza petrolera sigue causando estragos en muchas otras partes del mundo, planteando retos para los responsables de políticas, que preferirían considerar el petróleo más como la base de prósperos estados benefactores que como fuente de rebeliones.
Una cuestión clave es hallar maneras idóneas de distribuir esa riqueza; un tema que abordaron los economistas del Banco Mundial Tito Cordella y Harun Onder en un estudio de 2016. Pequeñas transferencias de ingresos petroleros del gobierno central a las regiones pueden contribuir a fortalecer el pacto social de un país. Pero esas pequeñas transferencias, sostienen los economistas, también pueden poner en manos de las regiones el dinero suficiente para organizar un ejército de insurgentes y alzarse con la esperanza de apoderarse del mucho mayor caudal petrolero del gobierno central. De hecho, como explicó Cordella en un seminario de economía política patrocinado por el Departamento de Investigación del BID, las grandes transferencias de dinero tienen más sentido desde el punto de vista de un conflicto, porque le dejan al gobierno central menos recursos por los que pelear.
Tomemos el caso del Gobierno Regional del Kurdistán (GRK), que desde hace unos años mantiene una disputa con el gobierno central de Iraq por el porcentaje de los ingresos petroleros del país que debería recibir. Un acuerdo de 2003 les asignó a los kurdos 17% de los ingresos fiscales, 90% de los cuales provienen de los hidrocarburos. Eso puede haber mantenido la cohesión del país, especialmente ahora que ambas partes tienen un enemigo común en el ISIS. Pero al darles a los kurdos el dinero suficiente para desarrollar sus propias instituciones gubernamentales autónomas y una fuerza militar, puede que el gobierno central también haya sembrado la semilla de una nación kurda independiente. En cambio, en Indonesia, una importante iniciativa de descentralización presupuestaria, o transferencias, que benefició a la provincia de Aceh, parece haber sido la clave de un acuerdo que puso fin en 2005 a casi 30 años de rebelión del islamista Movimiento Aceh Libre (GAM).
Otra inquietud es si la riqueza petrolera se debe transferir directamente a la ciudadanía, como se hace en Alaska, o a los gobiernos subnacionales. En aquellos casos en que la gestión tributaria es ineficiente, como ocurre en muchos países en vías de desarrollo, las transferencias a los gobiernos subnacionales pueden aportar recursos muy necesitados para fines de inversión. Pero aplicando la misma lógica, esas transferencias también pueden enriquecer el camino de los gobiernos locales hacia la insurrección, de una manera que no ocurriría si esos gobiernos tuvieran que atravesar el costoso y lento proceso de cobrarles impuestos a sus ciudadanos para dotar de fondos a una fuerza rebelde.
Es un modelo deliberadamente simple. Los autores procuran entender qué tipos de transferencias engendran conflictos y cuáles facilitan la paz en distintas situaciones. Pero dado que solo se trata de un modelo, no puede dar cuenta de todo. Está sujeto a las innumerables variaciones de historia, tradición, territorio, etnicidad y religión que se observan en el mundo real.
En última instancia, quizá el factor más importante sea la fortaleza de las instituciones de un país. Noruega, un importante productor de petróleo, no paga dividendos petroleros a particulares ni transfiere grandes cantidades de dinero a los gobiernos locales, sino que administra un cuantioso fondo soberano de recursos para sobrellevar los altibajos económicos mundiales y guardar dinero para el futuro. Lo puede hacer porque cuenta con sólidas tradiciones e instituciones democráticas que hacen muy improbable que sus ciudadanos tomen las armas en contra del estado. En cambio, en Sudán del Sur, donde casi la totalidad de los ingresos del gobierno provienen del petróleo, las instituciones están poco desarrolladas y son frágiles, y se ha venido librando una encarnizada guerra civil desde 2013.
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