Durante gran parte del último siglo, las tasas de mortalidad en Estados Unidos cayeron de forma constante. Pero durante 1998-2013, esa tendencia se revirtió en un grupo demográfico en particular: las personas blancas de origen no hispano de entre 45 y 54 años. El problema, según un nuevo estudio del economista premio Nobel Angus Deaton y su colega Anne Case, se centraba en las personas sin título universitario. Decenas de miles de esos adultos blancos morían “por desesperación” a causa del suicidio, las drogas y el alcohol, causando una caída general de las tasas de mortalidad en ese grupo demográfico y, para 2014-2015, en la expectativa de vida en Estados Unidos en total.
Esas pérdidas, comparables con las causadas por el H.I.V./SIDA, representan un sorprendente paso atrás. Y no se pueden separar de la caída en la cantidad de empleos manufactureros estables y bien pagos para la clase trabajadora desde su punto máximo de los años 70, debido a la globalización y la creciente automatización. Pero el fenómeno se extiende mucho más allá del trabajo. La gente sin buenos empleos tiende a casarse menos, divorciarse más y perder el contacto regular con sus hijos. Debido a los cambios sociales actuales, también es menos probable que estas personas participen en actividades de sindicatos y en las iglesias a las que asistían sus padres y abuelos. Esta “privación acumulativa”, que incluye problemas económicos, pérdida de una estructura y aislamiento social, destruye el alma. Alimenta la desesperanza que lleva a grandes cantidades de personas a suicidarse o beber o drogarse hasta la muerte.
Pero no ha sido universal. Mientras la llamada “aristocracia de empleados no calificados” de los años 70 fue destronada en Estados Unidos, en América Latina y especialmente en Sudamérica este grupo parece haberse transformado en dirección opuesta desde comienzos de la década del 2000. De hecho, como señaló un blog reciente de Julián Messina y Andrew Powell, del BID, y en un libro de próxima publicación sobre desigualdad de Messina y Joana Silva, la globalización y el libre comercio tienen efectos muy distintos en países desarrollados y en vías de desarrollo. En países desarrollados, como Estados Unidos, la oferta de trabajadores calificados es alta, y el comercio tiende a reducir los salarios de los trabajadores con relativamente poca calificación. Esos empleos, después de todo, pueden tercerizarse a otros países. Sin embargo, en países en vías de desarrollo, como los de América Latina, es probable que el comercio aumente la demanda de trabajadores no calificados, por lo que los salarios más bajos aumentan.
Eso sucedió en Sudamérica durante el auge de los commodities en la década del 2000. Cuando China surgió como un actor destacado en el comercio internacional con una enorme demanda de petróleo, soja y otras materias primas producidas por la región, el dinero fluyó hacia los países sudamericanos. Aumentó el gasto público y privado, se construyeron nuevas fábricas e infraestructura, y la gente se embarcó en un frenesí de consumo. Esto llevó a una mayor demanda de bienes que requieren trabajadores no calificados, incluidos empleos en construcción, rubro minorista y transporte. Además, esto sucedía en un contexto donde más y más gente asistía a la universidad. Como consecuencia, la oferta de trabajadores no calificados se redujo, y los salarios subieron a la vez que la desigualdad general cayó.
Quizás no tenga sentido hablar de una “aristocracia de empleados no calificados” en América Latina, como existió una vez en Estados Unidos con todo el confort y los beneficios de la vida de clase media. Pero los trabajadores de la región experimentaron una enorme mejora material y psicológica. Este era un horizonte de esperanza más que de decadencia, y colocó al trabajador latinoamericano en una trayectoria opuesta a la de su colega en Estados Unidos, que desde hacía décadas padecía un descenso largo y lento.
Sin embargo, ese auge ya terminó. La región está reduciendo gastos, y la desigualdad, luego de caer en 16 de 17 países estudiados por Messina y Silva en América Latina y el Caribe durante la década del 2000, está en aumento al menos en algunos países.
No parece que haya un estudio que permita hacer comparaciones precisas entre bienestar financiero, enfermedades y mortalidad en Estados Unidos, como en el caso del estudio de Deaton y Case, y la situación en América Latina. Pero hay al menos varios temas preocupantes. Alrededor de 56% de los adultos latinoamericanos tienen sobrepeso o son obesos, una cifra que aumenta a 70% en México, y los pobres están entre las principales víctimas del fenómeno, según un informe de 2014 del Overseas Development Institute. La salud mental y los desórdenes neurológicos, incluyendo depresión, ansiedad y bipolaridad, representan casi un 25% de la carga de la enfermedad (años perdidos debido a la enfermedad) en América Latina, y otra vez los pobres son quienes corren mayores riesgos. Y las tasas de suicidio general en América Latina y el Caribe, aunque son bajas según los estándares globales, parecen estar en aumento.
Quizás los trabajadores que enfrentan épocas difíciles encuentren cierta protección en las sólidas redes familiares típicas de la cultura latinoamericana. Quizás también tengan mayores motivos para sentirse esperanzados. Case y Deaton, por ejemplo, documentan que las tasas de mortalidad en Estados Unidos siguen cayendo entre los hispanos de todos los niveles de ingreso. Quizás esto se deba a que, a diferencia de los blancos, no anhelan una mejor situación económica que supieron disfrutar en el pasado, como sostiene Moisés Naím, un distinguido investigador del Carnegie Endowment for International Peace, en una columna en el diario español El País. Nunca tuvieron un pasado así y sus esperanzas se centran en un futuro que sólo puede ser mejor, dice Naím. Quizás esto sea igual de cierto para los hispanos en Estados Unidos y la clase trabajadora en la mayoría de los países de América Latina.
Entre 1900 y 2010, la expectativa de vida en América Latina y el Caribe aumentó de 29 años a 74 años, sólo cuatro años menos que en América del Norte. Recientemente, los trabajadores de pocas habilidades han conseguido aumentos significativos de ganancias y bienestar en muchos países de la región. De todos modos, los gobiernos deberán estar alerta ante opciones de políticas económicas, sociales y de salud que tengan para asegurar que esos avances sean preservados y que la ansiedad sobre el trabajo en medio de una recesión no se transforme en muertes por desesperación.
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