A mediados de marzo, cuando la pandemia todavía estaba en sus etapas iniciales en la mayoría de los países, el director de la Organización Mundial de la Salud, Tedros Adhanom Ghebreyesus, expresó de manera muy clara cuál era el elemento clave en la lucha contra la pandemia: “Test, test, test”.
Casi un año más tarde, con los impresionantes avances en el desarrollo de las vacunas contra la COVID-19, parte del foco está cambiando. Los países están en medio de una carrera por vacunar a la población, que se vuelve más urgente en un contexto en el que el virus está mutando, con la aparición de nuevas variantes aún más contagiosas en el Reino Unido, Sudáfrica y Brasil.
Sin embargo, hay un problema: la disponibilidad de vacunas es insuficiente y, además, va a llevar mucho tiempo producir suficientes dosis para alcanzar la tan ansiada inmunidad colectiva. En un contexto de restricciones de oferta, no queda otra que priorizar. Esto, que es cierto aun en países desarrollados con mayor acceso a la vacuna, es aún más importante en las economías en desarrollo, que no tienen el mismo poder de negociación para asegurarse la compra de un gran número de vacunas en poco tiempo.
Ante esta realidad, los países están adoptando distintas estrategias de priorización, de manera de asignar las vacunas escasas para reducir al mínimo las muertes, y alcanzar lo antes posible la inmunidad de grupo. Por lo general, estas estrategias se enfocan en el tipo de actividad que desarrollan los individuos –priorizando personal de salud, trabajadores en hogares de ancianos, así como otras actividades esenciales–, en gente de edad avanzada, y en gente con condiciones preexistentes que incrementan su riesgo de muerte en caso de infección. Pero, ¿hay algún rol en esta priorización para la estrategia de “test, test, test”?
Un artículo reciente en la revista Science sugiere que sí. Más precisamente, el articulo argumenta que el uso de pruebas de anticuerpos (también llamados serológicos) podría ser un complemento clave de una estrategia de priorización para la asignación de las vacunas.
La razón es clara: de la misma manera que la vacuna confiere inmunidad, haber estado expuesto al virus también la genera. Si bien existe cierta incertidumbre acerca de cuánto dura exactamente dicha inmunidad, la expectativa es que quienes se vacunan, y quienes ya han estado expuestos, no solo tienen mucha menor probabilidad de contraer la enfermedad, sino también de transmitirla. Este es precisamente el canal por el cual tanto la vacunación como la exposición al virus de una parte importante de la sociedad confiere inmunidad colectiva.
Dada la escasez de vacunas, no tiene sentido asignarlas a individuos que ya tienen inmunidad. Hacerlo implicaria un desperdicio de recursos, ya que dicha vacunación no tendría impacto ni en el objetivo de proteger al individuo en cuestión, ni en el objetivo de acelerar la transición a la inmunidad colectiva.
De allí se deriva la siguiente propuesta: hacer pruebas serológicas a los individuos de los grupos priorizados a quienes les haya llegado el turno de vacunarse. De esta forma, si no tienen anticuerpos, se procedería con la vacunación. Y si los tienen, se los dejaría para más adelante, de modo que esas vacunas puedan asignarse a otros individuos de su misma prioridad.
Ahora bien, ¿cuán importante es este tema? ¿Cuánto puede contribuir el incluir este test como requisito al objetivo de acelerar la inmunidad colectiva? La respuesta es: depende. Vale la pena ilustrar esto con un ejemplo numérico. Pensemos en un país en el que el 10 % de la población ha estado expuesta al virus y, por lo tanto, ya tiene inmunidad. Si la exposición previa no dependiera de la edad o la ocupación, de manera que todos tienen la misma probabilidad de haber estado infectados, el uso del test serológico previo a la vacuna ahorraría un 10 % de vacunas. Si no hubiera restricciones de oferta de vacunas, esto simplemente implicaría un menor gasto en vacunas y en los correspondientes recursos necesarios (recursos humanos, logísticos, etc.) para administrarlas. No parece tan importante.
Con restricciones de oferta en las vacunas, sin embargo, el costo de no hacerlo es muchisimo mayor. Implica más tiempo (un 10% más, si la provisión de vacunas fuera lineal) antes de alcanzar el umbral de la inmunidad colectiva. Implica más infecciones, más hospitalizaciones y más muertes. Y también puede implicar extender confinamientos, días sin clases presenciales, cierre de negocios, e importantes daños a las economías.
Pensemos ahora en un país donde la prevalencia de la enfermedad es 30%. En ausencia del test serológico, tres de cada 10 vacunados ya estarían inmunizados. Es decir, ¡los beneficios de testear antes de vacunar se multiplican por tres! Es por eso que el estudio de Science concluye que “vacunar de manera preferencial a los individuos seronegativos genera grandes reducciones en la incidencia y mortalidad de la enfermedad en lugares con seroprevalencia elevada, y reducciones modestas en lugares con seroprevalencia baja”
¿Hay algún motivo para no hacerlo?
Una posible objeción es que, si bien es buena idea relegar a aquellos que han estado infectados, el test es innecesario. Basta relegar a aquellos individuos con casos confirmados. Esto brindaría muchos de los mismos beneficios, sin ninguno de los costos asociados a desplegar el test.
Sin embargo, hay un problema con este argumento: los casos confirmados son solo una fracción de las infecciones reales, aun en países que, como EEUU, han podido desplegar una cantidad relativamente grande de tests de diagnóstico (más de 900.000 por millón de habitantes, con un porcentaje de positividad del 8,5%). Por ejemplo, el modelo de covid19-projections estima que, en este país, hay un total de 2,8 individuos que han tenido el virus por cada caso confirmado. Esto sugiere que usar casos confirmados solo generaría un tercio de los beneficios.
Esto es aún peor en países de América Latina y el Caribe, donde el despliegue de pruebas de diagnóstico ha sido muy inferior. Por ejemplo, en Brasil, ha habido unos 135.000 pruebas por millón de habitantes, con tasas de positividad mayores al 30%. En México, el número de tests por millón es aún menor, con tasas de positividad cercanas al 40%. En tales condiciones, el grado en que los casos confirmados subestiman la prevalencia del virus puede ser mucho mayor aún. De hecho, hacia fines de julio, un especialista en enfermedades infecciosas de la escuela de salud pública de Johns Hopkins estimaba que México podría haber tenido más de 7 millones de casos, aun cuando las cifras oficiales no llegaban al medio millón.
Una segunda objeción tiene que ver con la confiabilidad de las pruebas de anticuerpos. Es claro que, para capturar todos los beneficios de esta propuesta, el test de anticuerpos debe ser confiable. Ahora bien, los errores de esta prueba pueden ser de dos tipos: falsos negativos o falsos positivos. En este caso, los falsos negativos no son un problema grave, pues ocasiona, simplemente, que algunas personas que no deberían ser vacunadas terminen recibiendo su dosis. Así, salvo que el porcentaje de falsos negativos sea muy elevado, la propuesta todavía sería efectiva, aunque en menor medida.
El problema de los falsos positivos es más serio, ya que implicaría no vacunar a individuos que sí lo necesitan. Cuando se diseñan las pruebas, por lo general hay un trade-off entre sensibilidad (la capacidad del test de identificar correctamente a los individuos que han tenido la enfermedad) y especificidad (la capacidad de correctamente identificar individuos que no han estado expuestos al virus). Para los propósitos de esta propuesta es importante usar pruebas con alta especificidad (para evitar los falsos positivos) aunque tengan un poco menos de sensibilidad. Cuando recién se introdujeron al mercado, las pruebas de anticuerpos para COVID-19 tuvieron problemas de confiabilidad. Sin embargo, este artículo en The Lancet Infectious Diseases sugiere que varias de las pruebas más comúnmente utilizadas tienen elevados niveles de confiabilidad, con especificidad mayor al 98 %.
Una tercera objeción esta relacionada con el hecho de que haber estado expuesto al virus puede no conferir inmunidad completa, en particular frente a las nuevas variantes del virus. De ser así, individuos con anticuerpos podrían requerir la vacuna para evitar reinfecciones. Es claro que hay mucho que no sabemos aún sobre las nuevas variantes, y sobre la posibilidad de reinfección. Por un lado, un estudio de más de 20.000 trabajadores hospitalarios en el Reino Unido sugiere que las reinfecciones son muy poco comunes. De más de 6.600 participantes con anticuerpos o pruebas de PCR positivas (grupo positivo), se encontraron 42 casos de reinfección “posible” y 2 casos de reinfección “probable”. En cambio, de más de 14.000 participantes en el grupo negativo, se detectaron 409 infecciones. La conclusión del estudio es que haber estado infectado reduce la probabilidad de contagio en un 83 %. El estudio es particularmente relevante dado que utiliza datos hasta fines de noviembre, cuando una parte significativa de las infecciones en el Reino Unido ya correspondían a la nueva variante. Por otro lado, el reciente rebrote de contagios en Manaos, donde se pensaba que ya se habría alcanzado la inmunidad colectiva, está generando preocupación.
Lamentablemente, las decisiones mas importantes en materia del control de la pandemia deben tomarse bajo incertidumbre. Es fundamental prestar atención a la ciencia, pero la ciencia aún no tiene todas las respuestas. Y la priorización de las vacunas no puede esperar a tenerlas. Entretanto, hay que decidir con base en la información disponible hasta el momento. Y esa información sugiere que, como mínimo, el contagio es mucho menos probable en individuos que han estado expuestos. Una buena manera de pensar en este tema es considerar el siguiente caso hipotético: imagínate que tus papás están en sus setentas y que ambos gozan de buena salud, pero uno de ellos ha padecido la COVID-19 en el pasado. En este caso, si solo tienes acceso a una vacuna, ¿a cuál de ellos se la asignarías? Creo que la respuesta es clara.
Una última objeción es que el costo de desplegar y administrar los test serológicos sería demasiado elevado, en particular en países con restricciones fiscales como los de la región.
Este argumento no es sólido. Los tests serológicos son más rápidos, más baratos y fáciles de desplegar que los tests de diagnóstico tipo PCR. Muchas pruebas de anticuerpos generan resultados en 15 minutos. Si bien no hay datos de precios de estas pruebas, la referencia de la OMS para comprar pruebas rápidas de antígenos –probablemente de costo similar— es de US$5 por test. En comparación, de acuerdo con este artículo, EEUU paga US$19,50 por dosis de la vacuna de BioNTech y Pfizer, y US$15 por dosis de la vacuna de Moderna (aunque la de Oxford-AstraZeneca es más barata, dado que la empresa ha decidido venderla al costo). Todo esto sugiere que agregar el test de anticuerpos al proceso de vacunación no debería ser ni demasiado complicado, ni demasiado costoso.
Es cierto que hasta ahora la mayoría de los países de América Latina y el Caribe no han testeado lo suficiente. Por eso, el mensaje “test, test, test” es aún muy relevante. Si, además, combinar estos test con la estrategia de vacunación permitiera salvar vidas, llegar antes la tan ansiada inmunidad colectiva, y reabrir las economías de manera segura, la pregunta clave no sería si los países se pueden dar el lujo de administrarlos. La pregunta es si se pueden dar el lujo de no hacerlo.
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