El triunfo de Hillary Clinton en los comicios primarios del partido Demócrata el 14 de junio en Washington cierra la primera etapa del ciclo electoral presidencial que culminará con su investidura como la primera mujer en dirigir un gran partido político en Estados Unidos desde que George Washington asumió la presidencia, hace 227 años. Si triunfa—un escenario aún incierto—se convertirá en la primera mujer presidente del país el próximo enero.
Ese histórico momento será la culminación del dilatado avance de la mujer en Estados Unidos que se inició en 1920, cuando ganó el derecho al voto. Eso entusiasma a quienes piensan que una mujer presidente resultará transformadora y llevará cualidades únicas de probidad, empatía e inquietud social a la primera magistratura de la mayor potencia militar y económica del mundo.
Pero, ¿es realista esperar semejantes cambios de una mujer en tan alto cargo? Curiosamente, América Latina y el Caribe le lleva una gran delantera a Estados Unidos en este respecto y puede ofrecer algunas indicaciones. Después de todo, nueve países de la región ya han elegido presidentas o primeras ministras que han cumplido sus períodos constitucionales completos—más que cualquier otra parte del mundo en desarrollo. Más aún, como se trató en un sobresaliente estudio del BID, ésta es una región en la que los presidentes ejercen un poder enorme. En América Latina, los primeros mandatarios controlan gran parte del proceso de formulación de políticas, especialmente cuando el partido oficialista tiene la mayoría legislativa. También dominan el manejo del presupuesto nacional y la distribución de recursos a los estados, departamentos y municipios, en una medida mucho mayor que en Estados Unidos, según señala otro estudio del BID. Si las mujeres verdaderamente tienen una perspectiva distinta al gobernar, ¿su asunción los máximos cargos públicos en América Latina no traerá consigo una transformación de fondo en las áreas de legislación y políticas públicas?
No hay pruebas que demuestren que así sea. Un estudio reciente al nivel municipal de Brasil sugiere que las mujeres que han tenido que enfrentarse a hombres en elecciones reñidas para cargos de alcalde tenian una probabilidad de entre 29% y 35% menos de participar en actos de corrupción, según lo detectado por un programa federal contra ese flagelo. En años de elecciones, las mujeres también contratan menos empleados provisionales—una forma tradicional de emplear el clientelismo para ganar elecciones—y reciben menos aportes para sus campañas de reelección—otra oportunidad corriente para la corrupción—que sus homólogos hombres. Además, suelen ser excelentes administradoras. En un país donde la gestión del alcalde es fundamental para determinar la cantidad de recursos que reciben los municipios del gobierno central, las alcaldesas obtienen 60% más transferencias intergubernamentales para fines de inversiones de capital que sus colegas del sexo opuesto. Sus administraciones también producen mejores resultados en términos de salud infantil; con más visitas prenatales y menores índices de nacimientos prematuros.
No obstante, al nivel nacional, hay pocas pruebas de la existencia de una relación directa de causalidad entre el sexo y las prioridades o el desempeño de la gestión gubernamental. Las presidentas en América Latina y el Caribe han mostrado un amplísimo abanico de estilos de gobierno. Esto incluye las primeras mandatarias de derecha como de izquierda; las populistas y las pluralistas; las altamente populares y las apenas aprobadas, con índices de popularidad de menos de 10%. No hay un patrón común en su gestión que las identifique a todas como mujeres. De hecho, cuando se trata de cuestiones de interés especial para la mujer, la gestión de la Presidenta Michelle Bachelet de Chile ha resultado desusada por haber impulsado medidas que ampliaron el acceso de la mujer a medios contraceptivos y que protegen a las madres trabajadoras contra la discriminación laboral. La mayoría de las demás gobernantes de América Latina y el Caribe han evitado trabajar estrechamente con organizaciones femeninas, e incluso ser calificadas de “feministas”, según un estudio sobre la mujer en la política de la región.
En última instancia, puede que lo más importante para llevar una perspectiva femenina a la política no sea tanto que haya una mujer en la presidencia, como que haya más mujeres en todas las áreas y todos los niveles del gobierno, incluidos los cuerpos legislativos nacionales y los gobiernos estatales. Por ejemplo, en Estados Unidos, donde poco menos del 20% de las curules legislativas son ocupadas por mujeres, un trabajo de investigación indica que es más probable que las legisladoras propugnen la igualdad salarial, el cuidado infantil y otras cuestiones importantes para la mujer. En América Latina, donde la representación de la mujer en los cuerpos legislativos aumentó de 9% en 1990 a 25% en 2014, principalmente gracias a la aplicación de cuotas según el sexo, la presión ejercida por mujeres políticas y activistas externos ha facilitado la promulgación de leyes contra la violencia intrafamiliar. Claro que esos avances no se lograron por sí solos. Hay estudios que indican que las mujeres que se desempeñan en cargos de la administración pública animan a otras mujeres a entrar en la política. A su vez, eso puede ayudar a cambiar las prioridades políticas. Puede que una mujer consiga darle un giro a la perspectiva política de la presidencia de Estados Unidos, pero su mayor legado como mujer puede ser que, al ascender al cargo político más poderoso y visible del mundo, inspire a otras mujeres a asumir la política como vocación y, en ese proceso, ayudar a transformar el programa político desde adentro. Más mujeres dirigentes en América Latina y el Caribe, especialmente si se desempeñan con transparencia y eficacia, pueden producir un efecto parecido.
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