Antes y durante los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro fueron surgiendo dos imágenes contrastantes de la ciudad, en parte por la cobertura de la prensa extranjera. Por una parte, la de una ciudad glamurosa, de fanáticos acomodados, vecindarios elegantes y clubes nocturnos animados por la samba y las caipiriñas. Por otra parte, la de barrios marginales o favelas, con su pobreza, pandillas de drogas y asesinatos.
Claro que en las Olimpíadas de Los Ángeles en 1984 se pudo haber escrito una semblanza parecida, pero sin la samba y las caipiriñas cariocas. O, para el caso, igual con Barcelona o Atenas, entre otras sedes recientes de las Olimpíadas. No obstante, el hecho de que al menos 14 personas murieran en balaceras relacionadas con drogas en las favelas durante las 16 jornadas de contiendas atléticas en Río ha convertido a la ciudad—la primera anfitriona latinoamericana de la magna justa deportiva—en un símbolo. Río ha venido a representar, al menos para algunos, la ineludible intersección de desigualdad, pobreza y criminalidad en las grandes metrópolis latinoamericanas.
Quizás ello no sea una sorpresa. La región de América Latina y el Caribe presenta los mayores niveles de desigualdad y los más altos índices de homicidios del mundo. Puede que Río, donde 1,5 millones de personas, o casi una cuarta parte de la población, vive en favelas, tenga un problema de drogas y pandillas. Pero la ciudad es una entre muchas de la región donde la desesperación por la carencia de agua potable, alcantarillas y demás servicios urbanos básicos funcionales, así como la falta de oportunidades de empleo, ofrece un terreno fértil para que las pandillas engrosen sus filas y cunda la anarquía.
Aún así, la relación entre desigualdad y delincuencia no es tan clara como pudiera parecer. Entre 2000 y 2012, la proporción de personas en situación de pobreza en América Latina y el Caribe cayó del 42% a 25%, según cifras de la ONU. Decenas de millones de personas han experimentado un aumento de sus ingresos y la desigualdad se ha reducido precipitadamente. El coeficiente Gini, indicador que mide la distribución de ingresos, se redujo en alrededor de tres puntos en América Latina y el Caribe durante la primera década del milenio, según el Fondo Monetario Internacional (FMI). Pero esa mejora no trajo aparejada una disminución de los homicidios, según se desprende de un informe de Insight Crime. Más bien, los índices de homicidios han repuntado, duplicándose o casi en México, Perú y Panamá, y alcanzando niveles extremadamente altos en El Salvador, Honduras y, según otros informes, Venezuela.
Entre las muchas explicaciones que se han propuesto, según un artículo publicado por Americas Quarterly, figuran las elevadas tasas de desempleo entre los jóvenes, una debilidad institucional que permite el clientelismo y la impunidad, y el asombroso poder de los carteles de drogas, que manejan ingresos estimados anuales de USD$330.000 millones. Además, aunque la desigualdad se ha reducido, sigue siendo una fuente constante de frustración para quienes sienten que no tienen nada que perder.
Independientemente de las causas, el impacto de la conducta antisocial ha sido profundo. América Latina y el Caribe, 10% de cuya población y 30% de cuyas empresas son en algún momento víctimas de la delincuencia, según un reciente informe del BID, los habitantes de la región consideran la delincuencia y la violencia su principal motivo de preocupación. Al nivel económico eso plantea costos ingentes. Por ejemplo en México, los homicidios aumentaron de 9,32 a 21,8 por cada 100.000 habitantes entre 2006 y 2010; dicho aumento en zonas de tráfico de drogas redujo el empleo entre el dos y tres por ciento, según nuestro citado informe. La actividad económica también parece haber caído en esas áreas, con una disminución de 7,4% de la electricidad consumida. Y el valor de los inmuebles se ha venido abajo allí donde los criminales han hecho sentir su presencia, especialmente en los vecindarios de menores recursos.
Entretanto, también ha habido enormes consecuencias para la salud y el tejido social. Nuestra investigación ha revelado que tan solo un homicidio cerca del hogar de una mujer embarazada en Brasil puede provocar un parto prematuro y hacer que aumenten en 6% las probabilidades de que el recién nacido presente insuficiencia ponderal. A su vez, ello se puede traducir en problemas de largo plazo en términos de enfermedades y afecciones neurológicas, así como en un bajo logro educativo y laboral.
Quién sabe qué significa todo esto para el futuro de la región. Pero en vista de las graves consecuencias de la delincuencia y el reciente bajón de los indicadores económicos, los gobiernos probablemente tendrán que desarrollar medidas que ya han conseguido reducir la criminalidad o al menos mantenerla a raya. Un caso evidente es el de las transferencias condicionales de efectivo, las cuales ofrecen pagos a las familias si éstas cumplen ciertas condiciones, como mantener a los niños en la escuela y fuera de la calle. Un estudio en San Pablo halló que en los vecindarios donde el programa Bolsa Familia estuvo activo entre el 2006 y 2009 se produjo una reducción del 21% en la delincuencia, con disminuciones especialmente grandes de los robos, y bajas menores de los delitos relacionados con drogas y contra los menores de edad, según el informe del BID. Los programas comunitarios que separan a los jóvenes de las pandillas a través del deporte, la capacitación para el trabajo y los tratamientos contra el consumo excesivo de drogas y alcohol también pueden ser eficaces, al igual que las campañas de información pública que alientan a la gente a denunciar actividades delictivas.
Una vez concluidas las Olimpíadas de Río con su espectacular ceremonia de clausura marcada por la música y el baile—y tras el retorno a casa de los más de 11.000 atletas—los brasileños habían logrado un nuevo hito: coronaron una fiesta atlética y artística de dimensiones extraordinarias, y se apuntaron un éxito poco común ante la atenta mirada del mundo. Ahora vuelve la realidad de todos los días y con ella el enorme desafío de derrotar un flagelo que azota a toda América Latina y el Caribe, cuyas causas, al menos hasta ahora, no se entienden claramente.
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