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Reflexionar con calma cuando el COVID-19 nos está ganando una contienda que redefinirá nuestro futuro parece poco pragmático. Estamos sorprendidos de su aparición, más allá de las reiteradas advertencias de la Organización Mundial de la Salud (OMS) sobre la influenza y sus eventuales mutaciones. En el pasado, las pandemias nos confrontaron con enemigos sigilosos que, a costa de ingentes pérdidas humanas y severos trastornos socioeconómicos, obligaron a la humanidad a evolucionar, aunque de forma imperfecta. Las pensamos como eventos trágicos de la antigüedad o calamidades sólo circunscriptas a los países más pobres. Nos equivocamos. Hoy existen miles de patógenos humanos identificados capaces de causar serias enfermedades infectocontagiosas. También subsisten cientos de enfermedades animales desconocidas que podrían cruzar la barrera de las especies, o sea por transmisión zoonótica.
Pandemia proviene del griego pan, todos, y demos, pueblos. En general, éstas son causadas por un nueva cepa o subtipo de virus contagioso que se transmite entre humanos o por otros microorganismos que se vuelven resistentes al tratamiento con antibióticos. Su propagación se efectúa en una amplia zona geográfica sin distinguir fronteras o territorios, con picos infecciosos relativamente cortos, pero de alta mortalidad. Las pandemias se diferencian de las epidemias por su mayor alcance, si bien su delimitación no es simple. Una epidemia como el ébola, cuyo virus afectó a Liberia y a otros países del África occidental (2014-2016), estuvo cerca de convertirse en una pandemia si no fuera por el gran esfuerzo internacional para su contención. Lo cierto es que la humanidad siempre ha sido vapuleada por pandemias, y el COVID-19 no será la última.
Las pandemias en la historia de la humanidad
Una de las primeras pandemias registradas fue la peste de Justiniano (541-542), en alusión al emperador del Imperio Romano de oriente o Bizantino, que afectó a la ciudad de Constantinopla (Estambul) y se expandió por Europa, Asia y África, aniquilando entre 25 y 50 millones de personas. Su sucesora, la peste negra o bubónica, causó la muerte de alrededor un 60% de la población europea en el siglo XIV. Con el descubrimiento de América (1492), los europeos trajeron virus y bacterias mortales tales como la viruela, el sarampión, el tifus y el cólera, para los cuales los pueblos originarios no tenían inmunidad. A su regreso, los marineros llevaron la sífilis a Europa o, según nuevos estudios, aceleraron su expansión. La mal llamada gripe española (1918-1920), debido a que se originó en los EE.UU., diezmó entre 50 y 75 millones de almas. Se considera la peor de todas, ya que provocó más víctimas que la Primera Guerra Mundial (1914-1918).
Otras importantes pandemias fueron: las siete versiones del cólera (1816-1975), la gripe asiática (1956-1958), la gripe de Hong Kong (1968-1969) y el HIV/SIDA (1980-hasta la actualidad). Las más recientes, aunque mucho menos letales, fueron: la gripe porcina (2009-2010), emparentada con la gripe española, que infectó a más del 20 % de la población mundial y causó aproximadamente 200.000 muertes; el SARS, que apareció en China, se extendió a 24 países y mató a 774 personas (2002-2004), y el MERS, virus reportado en Arabia Saudita en 2012 y que causó más de 850 decesos. Estas últimas dos vinculadas al COVID-19. Si bien cada pandemia se propagó en distintos contextos y su contención obedeció al uso de los limitados recursos disponibles, todas comparten semejanzas que hacen eco de patrones olvidados. Aquí compartimos algunos de ellos.
Globalidad, incertidumbre e “infodemia”
Las pandemias ocurren cuando las cadenas de transmisión operan a gran distancia y abarcan poblaciones muy alejadas. La peste negra (1347-1352) entró a Europa por el sudoeste de Rusia y Crimea, esparciéndose en pueblos y ciudades a lo largo de rutas comerciales y de comunicación bien establecidas, tanto terrestres como marítimas. En la actualidad, con la intensa movilidad de personas y bienes, el aumento del transporte y los viajes internacionales, junto a una mayor interacción entre las urbes, la transmisión global de enfermedades infectocontagiosas es inevitable. Al principio, las pandemias comparten un poderoso denominador: la incertidumbre, lo que genera complejos procesos de desinformación y, potencialmente, de búsqueda de chivos expiatorios nutridos de teorías conspirativas.
La OMS ha rebautizado este fenómeno como “infodemia”, o sea la vertiginosa difusión de información de todo tipo, incluyendo rumores, chismes y falta de datos fiables por medio del creciente uso de las tecnologías de comunicación. Desafortunadamente, con el tiempo la infodemia puede transformarse en pánico, indignación, violencia o resignación colectiva, afectando la efectividad de las medidas para combatir el contagio, así como el mantenimiento de actividades esenciales y el orden social. Más aún, constituyen un desafío directo a la cohesión y solidaridad comunitaria. Por ello, tan importante como realizar un trabajo internacional concertado (no sólo nacional) para vencer a una pandemia, es esencial también la adecuada utilización y adaptación de los diversos canales de información a nivel local para salvar vidas en sus etapas más críticas.
La búsqueda de culpables y las represalias
Durante siglos, las sociedades creyeron que las enfermedades eran enviadas por una deidad enfadada como castigo por la desobediencia y el pecado. Para aplacar la ira divina, las comunidades buscaban a menudo culpables y expulsaban a los supuestos pecadores, ya fueran disidentes religiosos, extranjeros, supuestas “brujas” o mendigos, entre otros. Uno de los paralelos históricos más notorios de chivos expiatorios se registró durante la peste negra, a través de la masacre de comunidades judías en Europa occidental. En otra versión horrenda, los mongoles catapultaron cadáveres infectados con peste bubónica durante el asedio a la fortaleza genovesa en la ciudad de Caffa (Feodosia) en 1345, lo que se conoce como el primer caso de guerra biológica de la historia.
Otro paralelo se dio con el advenimiento de la sífilis, cuyo origen se remonta a otro asedio: el de las tropas francesas a la ciudad de Nápoles (1495). Esta enfermedad viral de transmisión sexual tuvo tal nivel de estigmatización que cada país afectado culpó a los otros por su padecimiento. Así, italianos, españoles y alemanes la llamaron “enfermedad francesa”. Los franceses, “enfermedad napolitana”. Por su parte, daneses, portugueses y los habitantes del norte de África la bautizaron “enfermedad hispano-castellana”, y los turcos “enfermedad cristiana”. Estos alegatos reflejan las angustias y frustraciones proyectadas por un grupo social o país sobre presuntos culpables externos. Existe hoy un fuerte debate sobre la necesidad de eliminar el nombre o hacer alusiones a una enfermedad por su origen aparente, ya que puede conllevar a connotaciones acusatorias, incluso xenofóbicas.
La disyuntiva entre aislamiento y deterioro socioeconómico
El principio de apartar a los enfermos contagiosos del resto de la población tiene raíces en las antiguas escrituras religiosas. Durante mucho tiempo, se pensó que la lepra era una enfermedad infecciosa hereditaria, una maldición o castigo divino. Al considerarla como “impura”, se construyeron leprosarios e incluso colonias para los afectados en las afueras de las ciudades, confinando a sus pacientes hasta hace poco a una vida de total reclusión. Durante las grandes pestes al interior de las ciudades, los enfermos infectados eran aislados en asilos o encerrados en sus casas con guardias en la puerta. Se delegaba poderes especiales a los militares para aislar a la población a fin de restringir el movimiento de personas y bienes portadores de enfermedades, socavando las pocas libertades civiles existentes. Los aislamientos extremos fueron los precursores de las cuarentenas. Venecia establece el primer sistema institucionalizado de cuarentenas o quaranta giorni, otorgando a un consejo de tres personas el poder supremo para detener barcos, cargas e individuos hasta 40 días (1348).
Durante siglos, estas y otras prácticas de “aplanamiento de la curva”, tales como cierres de localidades o territorios (lockdowns), cordones sanitarios, clausura de lugares públicos, distanciamiento social, entre otras, han sido las primeras estrategias oficiales para responder a brotes infecciosos desconocidos. Sin embargo, no siempre fueron efectivas debido al desgaste social y perjuicio económico que ocasionaban. Su implementación y levantamiento requiere contar con información epidemiológica fidedigna para balancear la necesidad de proteger a la población y atender otras prioridades acuciantes, algo que aún es muy difícil de determinar. Caso contrario, un levantamiento de las medidas de contención apresurado puede traer consecuencias devastadoras, tal como ocurrió con la segunda ola infecciosa durante la gripe española. Las salidas selectivas pueden ser una solución, siempre y cuando se cuenten con los mecanismos de monitoreo y respuesta rápida en caso de eventuales rebrotes.
La persistencia de la vulnerabilidad
Las pandemias son compañeras de ruta del desarrollo. Desde los antiguos imperios hasta la economía global actual, las redes comerciales interconectadas y las ciudades repletas de gente han generado sociedades más prósperas y al mismo tiempo más vulnerables. Los efectos del COVID-19 serán muy diferentes a los de la peste negra o la gripe española, ya que estas impactaron en poblaciones mucho más pobres y con menos conocimientos y recursos disponibles. Si bien las pandemias se burlan de la riqueza, etnia o inteligencia de los individuos, generalmente provocan sus mayores estragos en aquellos más desaventajados, no sólo en términos de fatalidades, sino también por los daños colaterales (económicos, psíquicos y sociales) que persisten una vez superada la crisis. En un mundo con agudas desigualdades entre países y en el interior de éstos, vastos sectores quedarán a su merced debido a que no poseen las condiciones mínimas de calidad de vida y de protección social, ni tampoco el capital socioeconómico necesario para hacer frente a los profundos desafíos que se avecinan.
Será nuestra responsabilidad colectiva minimizar este flagelo y cimentar una comunidad internacional más colaborativa, equitativa y resiliente. El COVID-19 es un nuevo llamado de atención a la humanidad para que volvamos a evolucionar y entender que, tal como lo expresara el historiador Frank Snowden: “lejos de ser un producto exclusivo de sociedades ‘atrasadas’, los brotes de enfermedades mortales son, si acaso, un subproducto negativo del progreso humano. Al alterar los ecosistemas y borrar las fronteras naturales, los seres humanos estamos expuestos continuamente a gérmenes, virus y bacterias que evolucionan para explotar nuestras vulnerabilidades”. El coronavirus ya ha dejado de ser un enemigo sigiloso. ¿Seremos capaces de vencerlo y prepararnos para los otros que nos esperan pacientes en silencio?
Imagen de portada: Intervención de A Plague Doctor – from Jean-Jacques Manget, Traité de la peste (1721); University of Lausanne.
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Herberth Rodriguez. dice
me gustaría ser escuchado, tengo una síntesis que puede ayudar mucho a reiniciar la economía de los países y bajar las tazas de contagio, desde una óptica territorial
HÉCTOR FRANCO dice
Cuánta información en tan poco espacio. Un viaje que nos ilustra lo sucedido en el mundo y que nos da más conocimiento. Me gustaría que se divulgará a todo el mundo para un mejor entendimiento de lo que estamos viviendo.Felicidades. Adelante
Alma dice
Excelente artículo.
MARIA LEONOR MOLINA MOLINA dice
Muy buen artículo para recordar que la humanidad ha pasado por diferentes pandemias a través de la historia pero tan pronto pasan los efectos primarios de esas pandemias la humanidad las olvida, hasta cuando vuelve a aparecer la siguiente.
JM Torres dice
Excelente artículo, gracias por compartir.