A pesar de dos décadas de políticas sociales contra la pobreza y la desigualdad, América Latina sigue siendo una de las regiones económicamente más desiguales del mundo. Las recurrentes protestas motivadas por reclamaciones económicas han sido un recordatorio habitual de esta realidad. La actual crisis sanitaria provocada por la pandemia del coronavirus ha perjudicado de manera desproporcionada a poblaciones ya de por sí vulnerables, anulando parte del progreso logrado. Al mismo tiempo, la democracia se ha arraigado en la región y la participación en las elecciones está aumentando. Por lo tanto, ¿por qué no ha sido más efectiva la democracia para resolver la persistente desigualdad en América Latina?
La investigación muestra que los votantes no consiguen que se escuchen sus demandas a favor de una mayor redistribución, mientras que los gobiernos no están implementando políticas redistributivas al ritmo deseado. Los motivos son la participación política desigual, el sesgo institucional contra la redistribución y la compra de votos. Mientras no se eliminen esos impedimentos, el impacto de la democracia en la desigualdad seguirá siendo limitado.
Entre 2000 y 2018, la desigualdad del ingreso en América Latina, medida por el índice Gini, disminuyó gradualmente de 53,3 a 45,7. Durante el mismo período, el gasto público en protección social aumentó sostenidamente en casi un punto porcentual del PIB. Si bien estas tendencias parecen prometedoras, según los estándares de economías más avanzadas la desigualdad en América Latina sigue siendo alta y el gasto social bajo. Por ejemplo, los 36 países de la OCDE reportaron un índice Gini de sólo 33,2 en 2018. Esto es desconcertante, dado que al menos en el papel, América Latina se ha construido sobre principios económicos y políticos similares -economías de mercado y democracias representativas. Se podría esperar que el proceso democrático, que por naturaleza se basa en el principio igualitario de “una persona, un voto”, generaría políticas que reducen las desigualdades del mercado. En otras palabras, en una democracia que funciona adecuadamente, la desigualdad debería de algún modo autocorregirse. ¿Por qué no está ocurriendo esto en mayor medida en América Latina?
Demanda débil de los votantes por políticas que disminuyan la desigualdad
Una primera explicación es que las demandas de los votantes por políticas que reduzcan la desigualdad siguen siendo relativamente débiles. La falta de presión de los votantes se refleja en la participación política limitada y desigual. A pesar de la práctica generalizada del voto obligatorio, la participación de los votantes en la región se ha mantenido por debajo del 70%, en promedio. Aún más importante, la participación está sesgada de una manera que resulta ser perjudicial para los pobres, dado que es menos habitual votar entre los que tienen un menor nivel de educación y menor riqueza.
Aun cuando votan, los más desfavorecidos están menos informados y, por lo tanto, son menos efectivos en la elección de los candidatos que representan sus intereses económicos. Los pobres son los mayores beneficiarios de los servicios públicos básicos, como la educación y la salud pública. Desafortunadamente, la demanda de los votantes por inversiones gubernamentales en estos bienes públicos es limitada, ya sea debido a una baja confianza en la capacidad de las autoridades de gastar eficientemente los recursos públicos en estos ámbitos, o debido a una preferencia por los beneficios inmediatos, como las transferencias monetarias, a expensas de beneficios a más largo plazo, como la educación de calidad y la salud pública.
Oferta escasa de políticas diseñadas para reducir la desigualdad
Una segunda explicación es que el proceso de elaboración de las políticas puede no ser capaz de internalizar la demanda popular por redistribución. En algunos casos, esto ocurre porque las instituciones políticas son manipuladas por las autoridades en función para permanecer en el poder, por ejemplo, a través de la mala distribución en la representación legislativa. Otros sostienen que los elementos de la élite obtienen acceso a y permanecen en el poder gracias a donaciones de campaña de grupos de interés, sin tener que depender de un amplio apoyo popular.
La investigación más reciente ha demostrado que la compra de votos de candidatos políticos, un fenómeno prevalente en varias democracias de América Latina, altera el funcionamiento normal del proceso presupuestario. Los votantes que son objeto de la compra de votos antes de una elección pueden no recibir ningún beneficio del gobierno después de la elección. Dado que los votantes más pobres son más susceptibles de participar en la compra de votos, a menudo no quedan representados en las negociaciones presupuestarias posteriores. Por lo tanto, la compra de votos impide el gasto redistributivo que podría reducir la desigualdad.
Las democracias más fuertes alivian más la desigualdad
En un capítulo del reciente informe del BID titulado La crisis de la desigualdad, presento nuevos patrones de datos que apoyan la idea de que la fortaleza de la democracia importa para el alivio de la desigualdad. Utilizo el índice de democracia de la Unidad de Inteligencia de The Economist para clasificar la calidad democrática en cinco dimensiones. Entre los países de América Latina, las democracias más sólidas tienen un mejor gasto redistributivo. En un extremo del espectro, Nicaragua gasta menos del 1% del PIB en protección social, en comparación con casi el 7% en Uruguay, en el otro extremo del espectro. Interesantemente, las democracias más fuertes también se caracterizan por una mayor participación electoral y menos protestas. Esto sugiere que votar, en lugar de protestar, es un catalizador de la redistribución del ingreso. Las protestas surgen como un síntoma de expectativas económicas que no se han cumplido.
Algunas instituciones de desarrollo, como el PNUD, han señalado que la desigualdad podría ser una de las mayores debilidades de la democracia. Dado que los menos favorecidos son marginados económicamente, se desvinculan del proceso democrático. Sin embargo, una democracia más débil también puede ser incapaz de aliviar la desigualdad. La superación de este círculo vicioso sigue siendo un desafío para las democracias jóvenes de América Latina. Los líderes políticos y de la sociedad civil en la región deberían renovar su compromiso con el fortalecimiento de las instituciones democráticas, de las cuales las principales son las elecciones libres, las libertades cívicas y los medios de comunicación independientes. Con el tiempo, las democracias que funcionan mejor deberían mejorar la equidad económica. La democracia sin duda puede reducir la desigualdad, siempre que funcione de acuerdo con lo que se pretende.
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