Durante los últimos tres años, los medios en América Latina han tenido a disposición una rica cosecha de escándalos. El Lava Jato en Brasil, que involucra el desvío de dinero de contratos de la petrolera estatal hacia arcas partidarias y personales, ha llevado a más de 200 arrestos y 80 condenas. En 2015, el presidente y vicepresidente de Guatemala debieron dejar sus cargos debido a un caso de fraude de miles de millones de dólares relacionado con la administración de la aduana. Esos casos y muchos otros han sido un tema predominante en los noticieros de televisión y en medios gráficos.
Pero al centrarse en la corrupción a nivel nacional, los medios —y también el gobierno— han pasado por alto la noticia igualmente importante de la corrupción local: los recolectores de residuos que exigen un pago extra para hacer su trabajo; el funcionario de gobierno local que acepta dinero para aprobar un permiso cuestionable; la extorsión a proveedores que participan en las adquisiciones públicas. Esos incidentes diarios también socavan la fe de los ciudadanos en el gobierno y el cumplimiento de la ley. Pero reciben poca de la atención —y generan pocos de los movimientos para una reforma institucional— que se llevan los casos de corrupción de alto perfil a nivel nacional.
Sin embargo, hay espacio para el optimismo. Al menos parte del problema radica en la incapacidad de las agencias anticorrupción locales para ordenar las numerosas denuncias que reciben regularmente. Muchas de estas agencias no pueden categorizar las denuncias de forma correcta para adoptar un enfoque abarcador y sistémico para realizar reformas. Por eso, hace años, comencé a analizar el problema de forma amplia a nivel municipal para encontrar caminos para que la comunidad académica pudiera colaborar con funcionarios locales en combatir la corrupción.
La corrupción urbana es grave en América Latina. La intensa urbanización de la región, donde más de 80% de la población vive en ciudades, concentra gente en espacios donde los servicios del gobierno y las agencias regulatorias a menudo están sobrecargados y son vulnerables al abuso. Robert Klitgaard y otros co-autores han analizado este tema.
Una encuesta en profundidad realizada por el Proyecto de Opinión Pública de América Latina (LAPOP) de la Universidad Vanderbilt también investigó sobre el tema. “¿Ha solicitado un permiso en su municipalidad/distrito en los últimos 12 meses?”, pregunta. “Y si lo ha hecho, ¿ha pagado más de lo requerido por la ley?”.
Un análisis de las respuestas a esas preguntas en cinco países de América Latina con un nivel de urbanización moderado a alto en 2012 y 2014 revela que un promedio de 11% de la población urbana ha sido víctima de la corrupción. Eso casi sin dudas subestima la situación, ya que importantes cantidades de personas probablemente niegan haber pagado una coima por temor a represalias o por la vergüenza de haberse involucrado en una actividad ilegal. Pero brinda una idea aproximada de la escala del problema; Perú (21%) tiene los niveles más altos de corrupción urbana, seguido de México, Argentina, Brasil y Uruguay.
Evidentemente una cantidad significativa de personas recibe pedidos de pagos a funcionarios durante actividades de rutina. Más allá de obtener permiso, estas actividades van desde conducir un auto hasta inspecciones en restaurantes y el uso de espacios públicos de recreación. Las agencias anticorrupción deben actuar de forma eficiente y enérgica; esto, parece, no está sucediendo.
Un equipo talentoso de investigadores, que superviso, está analizando unas 450 denuncias recibidas por una agencia anticorrupción en un gobierno municipal urbano de México. Vemos que muchos ciudadanos parecen estar desinformados sobre qué representa exactamente un caso de corrupción y, como consecuencia, la agencia se ve sobrecargada con denuncias inapropiadas. Un padre denuncia a un centro de cuidado infantil estatal por dejar a su hijo semi abandonado en el patio de juego; una empleada municipal afirma que recibe un trato injusto de su jefe. Estos casos constituyen casos de mala conducta, pero no de corrupción.
Aún más importante: vemos que las agencias anticorrupción, a menudo integradas por abogados, suelen analizar las denuncias de forma ineficiente. Adoptan un enfoque individual, sin separar las denuncias en categorías y analizarlas de forma que les pueda permitir a las agencias entender dónde son más graves los problemas y cómo cada tipo de corrupción podría ser combatida con reformas.
Vemos, por ejemplo, que algunas denuncias constituyen negligencia o una violación de deberes oficiales. Pueden incluir esquemas de coimas y sobornos, como exigir un pago de 10% sobre un contrato público por el derecho a hacer negocios con la municipalidad. Otra categoría amplia involucra deficiencias administrativas, como falsificar o destruir documentos oficiales, y papeleo, como al retener permisos cuando se han cumplido todos los requisitos.
Al lidiar con este tipo de denuncias sólo individualmente, las agencias anticorrupción están operando a ciegas. En cambio, al imponer categorías, como estamos haciendo nosotros, las agencias podrían ordenar sus casos y adquirir una perspectiva de cómo apuntar a las vulnerabilidades de la corrupción.
Una agencia anticorrupción que recibe varias denuncias sobre empleados “fantasma” —es decir, empleados que reciben un salario sin trabajar— podrían imponer el requisito de que el gobierno municipal instale máquinas que toman huellas digitales para registrar el tiempo que los empleados permanecen en el trabajo o realice visitas sorpresa a distintas oficinas en un intento por validar si de hecho están presentes. Una situación de contratos impagos —que sugiere que se emiten cheques sólo cuando un funcionario es coimeado— podría contenerse al establecer procedimientos estrictos para determinar el orden en el cual se pagan distintos tipos de contratos, en lugar de dejar la decisión de cómo administrar fondos escasos en manos de los individuos.
Ese tipo de sistematización es lo que hacen bien las instituciones académicas y específicamente los científicos sociales. Es cuestión de generar confianza entre las agencias anticorrupción y los investigadores. Al manejar los datos con discreción y confidencialidad, esperamos establecer un precedente para que gobiernos locales en toda América Latina y más allá estén abiertos a tipos de colaboración similares en el futuro.
Es un tema muy urgente. La urbanización, que según se prevé continuará creciendo en la región, sólo aumentará las oportunidades de corrupción a nivel local. Una mayor transparencia, una aplicación más estricta de las regulaciones existentes, y una mejor selección y remuneración de los empleados públicos podría ayudar. Pero los gobiernos locales también deben entender qué tipos de corrupción enfrentan y dónde se debe poner la atención para poder atacarla de la forma más eficiente y enérgica posible. En eso podemos ayudar.
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