Allá en el hacendoso siglo XIX, cuando los países de Latinoamérica se apasionaban en las paradojas de la identidad nacional; nuestras ciudades comenzaron a tomar su carácter actual. La visión urbana que aún perdura en nuestras ciudades revela la profunda contradicción que enfrentaban varios de los líderes locales, quienes buscaban una identidad genuina emulando a Europa y renegando de toda influencia aborigen. A menudo, esta búsqueda los llevó a priorizar la construcción de la ciudad por sobre la naturaleza, literalmente.
Un ejemplo de esta visión son los inmensos recursos que destina entonces la Nación Argentina para desarrollar la ciudad de Buenos Aires en el 1900s. La ciudad era definida como el centro único de la cultura y el progreso, implicando entonces que aquello que no era urbano era inculto y atrasado. Esta noción es cristalizada en las palabras de Sarmiento, estadista Argentino de 1880s, cuando declara: “La ciudad es el centro de la civilización argentina, española, europea; allí están los talleres de las artes, las tiendas del comercio, las escuelas y colegios, los Juzgados, todo lo que caracteriza, en fin, a los pueblos cultos […] El desierto las circunda a más o menos distancia, las cerca, las oprime; la naturaleza salvaje las reduce a unos estrechos oasis de civilización enclavados en un llano inculto de centenares de millas cuadradas, apenas interrumpido por una que otra villa de consideración […] pero no puede haber progreso sin la posesión permanente del suelo, sin la ciudad, que es la que desenvuelve la capacidad industrial del hombre, y le permite extender sus adquisiciones.”[1].
Esta concepción del urbanismo que aun hoy subyace en la visión de ciudad, favoreció el desarrollo de una arquitectura sofisticada y una cultura vibrante; pero también, de una ciudad en oposición a la naturaleza, y excluyente de aquello que no corresponde a nuestro ideal de civilización. Hoy, más de un siglo después, nuestras ciudades necesitan nuevos ideales normativos que le permitan responder a dos de los grandes desafíos que enfrentan: la inclusión de quienes habitan fuera de la ciudad formal, y la adaptación a un medioambiente cambiante.
La premisa del siglo XIX que una nación prospera necesita de ciudades desarrolladas sigue siendo válida, el tiempo no ha hecho más que reforzar la influencia de las ciudades más allá de sus propias fronteras. Pero, el interés actual en las ciudades no es la única causa del continuo crecimiento de la población urbana. Más bien, este crecimiento es la contracara de una economía territorial desbalanceada, con pocas oportunidades de progreso para los hogares rurales. El punto aquí es que una ciudad pierde su capacidad de generar un proyecto trascendente, tanto a escala nacional o local, si sus leyes, su infraestructura, y sus espacios no incluyen a todos quienes las habitan. Igualmente, la urbanización no conduce a un desarrollo nacional sustentable si carece de mecanismos para mitigar el costo de su propia expansión, y se desentiende de sus consecuencias. Porque como dice William Cronon en Nature’s Metrópolis “Lo urbano y lo rural no son dos lugares sino uno. Se crean una al otro, cada uno transforma la economía y el ambiente del otro, y dependen uno de otro para su supervivencia. Entenderlos separados es no comprender de dónde venimos y hacia dónde vamos”[2]
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[1] Sarmiento Domingo Faustino, 1874 Facundo, Civilizacion o Barbarie. Libreria Hachette, Paris.
[2] Cronon, William, 1992. Nature’s Metropolis. Norton: New York
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