* Por Lucy Earle
En un mundo cada vez más urbanizado, las ciudades tienden a dominar el discurso político, económico y cultural en la mayoría de los países. Pese a su relevancia, muchas ciudades también enfrentan crisis.
Las poblaciones urbanas también están expuestas a una tremenda cantidad de riesgos: violencia, conflictos, epidemias y desastres tecnológicos y naturales. La dimensión que ya han cobrado las ciudades del mundo y la velocidad vertiginosa a la que siguen creciendo sólo conseguirán multiplicar el impacto catastrófico de esos peligros.
Esto significa que se avecina un futuro en el que habrá una necesidad creciente de dar respuestas humanitarias en áreas urbanas.
Existen múltiples ejemplos de lo que podría ocurrirle a una ciudad que ha sufrido un embate si no se planifican cuidadosamente los esfuerzos de reconstrucción y el crecimiento urbano, o si no se tienen en cuenta las necesidades de todos sus residentes. Por ejemplo, en 1972 un fuerte terremoto sacudió a Managua, la capital de Nicaragua, destruyendo el 90 por ciento de su estructura comercial. En la zona céntrica, que fue la más afectada, aún se pueden ver las cicatrices de la catástrofe, ya que el área nunca llegó a ser totalmente reconstruida.
La ciudad tiene sus formas de responder a este tipo de sucesos, pero esas formas pueden ser perversas, con construcciones comerciales y residenciales surgiendo en sitios inadecuados. En Managua existen asentamientos irregulares en las ruinas de la ciudad vieja conviviendo con lujosas áreas residenciales en las afueras.
Los expertos se refieren a este fenómeno como a “un pulpo deforme: sus tentáculos se abren hacia las afueras desde el centro de la ciudad vieja siguiendo las principales arterias de transporte, pero el cuerpo está lleno de grandes agujeros”.
Esos exclusivos barrios han dejado de ser parte de la trama urbana, aislándose detrás de muros de seguridad y conectándose a ella sólo por medio de lo que Dennis Rodgers, un profesor de estudios urbanos de la Universidad de Glasgow, Escocia, ha descrito como “una red fortificada” de veloces autopistas y rotondas. Los pobres son literalmente apartados a un lado, al tiempo que las élites se reservan para sí ciertas partes de la ciudad.
La mayoría de las ciudades opulentas del Norte Global tienen una idea bastante clara de los riesgos que enfrentan. En décadas pasadas, sus autoridades invirtieron en medidas destinadas a proteger la población y la infraestructura, tanto físicamente como mediante mecanismos de aseguramiento. Sus gobiernos entrenaron a los servicios de emergencia y establecieron unidades especiales de respuesta para hacer frente a las diversas amenazas que afrontan las ciudades del Siglo XXI.
Estos esfuerzos se apoyan en una lectura de la ciudad como un tipo de ecosistema en el que los sistemas que alimentan y mantienen la vida urbana se hallan estrechamente interconectados. Existen planes de contingencia y sistemas de respaldo, para asegurarse de que si una parte del esquema falla, no produzca un desastre en algún otro punto.
Pero, ¿qué ocurre con las ciudades del mundo en desarrollo que se encuentran igualmente, si no más expuestas aún a los riesgos? En estos casos, la pobreza endémica, la falta de planificación urbana, los escasos servicios básicos y la inadecuada gobernanza hacen que los efectos de los desastres, ya sean naturales o de otra índole, terminen siendo a menudo mucho más serios que en el Norte Global. En los casos en que un gobierno ya sea nacional o local se vea superado, generalmente se recurre a la asistencia humanitaria internacional. Frente a una emergencia, este tipo de apoyo se vuelve vital.
Asistencia para la ciudad
Cuando quienes están a cargo de las tareas humanitarias consideran las necesidades en una emergencia, tienden a enfocarse primero en los individuos y sus hogares, dejando en segundo plano el contexto. Así es como el sistema ha funcionado durante décadas.
Más aún, estos métodos y estilos de trabajo fueron establecidos sobre el terreno en sitios remotos y en respuesta a emergencias tales como la hambruna rural o las crisis de refugiados en fronteras internacionales. Pero esto significa que aún queda mucho por hacer para adaptar estos sistemas de trabajo de modo que puedan adecuarse mejor a las complejidades de la vida urbana, pasando de simplemente ayudar a la gente que vive en una ciudad a ayudar a la gente valiéndose de los recursos y estructuras del ecosistema urbano.
Pero amén de las necesidades de los habitantes de una ciudad ante una emergencia, ¿qué ocurre con la asistencia a la ciudad en sí? El sistema urbano dañado también necesitará asistencia para poder volver a funcionar normalmente y atender temas como el empleo, el alimento, el agua, el transporte, la energía y otros servicios esenciales para los pobladores de una ciudad.
Más recientemente, en 2010, Puerto Príncipe, la capital de Haití, sufrió niveles de devastación similares a los de Managua. La comunidad internacional se apresuró a prestar ayuda, pero la asistencia se enfocó en los individuos y los hogares, aportando soluciones temporarias a la falta de refugio, alimentos, agua y empleo.
No obstante, estas intervenciones quedaron fuera de sincronía con las verdaderas necesidades de la ciudad. Abocada a la tarea de mantener a los pobladores afectados en campamentos temporarios, la respuesta internacional poco hizo por reparar y fortalecer a la ciudad y los sistemas urbanos dañados. Con una ciudad que ya de por sí dejaba mucho que desear aun antes del terremoto, la abrumadora generosidad de individuos y gobiernos bien podría haber sido utilizada para “construir una mejor” Puerto Príncipe, tal como lo afirmaban por entonces muchas altas personalidades. La realidad fue que miles de personas siguieron viviendo en campamentos por largos años.
Hoy, más de cinco años más tarde, el centro de Puerto Príncipe es una triste sombra de lo que fuera en el pasado. Los comercios se mudaron al más elegante distrito residencial de Pétionville, creando grandes congestiones en sus atiborradas calles. La otrora bulliciosa zona céntrica, donde los residentes más pobres podían hallar algún tipo de sustento, ya no ofrece las mismas oportunidades que otrora.
Tras el sismo, muchos de los artífices de la reconstrucción se enfocaron en algunos proyectos destacados, que aportaron alivio a quienes tenían la fortuna de vivir en el barrio adecuado. Quienes estaban a cargo de las tareas humanitarias intentaron llegar a la mayor cantidad de hogares posibles, gastando unos US$500 millones en albergues temporarios.
Mientras tanto, la gran mayoría de los residentes cuyas viviendas habían sido destruidas comenzaron a reconstruir como y donde pudieron. Los urbanistas que observaban la vida en Puerto Príncipe sabían que esto iba a ocurrir, que los límites de la ciudad se extenderían y que la gente construiría sus propias viviendas sin atenerse a plan o código de construcción alguno. Sabían también que eso volvería a poner a esa gente en estado de riesgo.
Así es como la ciudad responde. El dinamismo y el espíritu de emprendimiento del sector informal son los que lideran el camino, sin esperar a las agencias humanitarias ni al sector formal.
No obstante, la revisión de la programación de planes de refugio y asentamiento tras el terremoto de Haití arrojó preocupantes hallazgos. En lugar de ayudar y prestar apoyo a este inevitable proceso de gran escala y de pensar en qué necesitaba la ciudad tomada como un todo para asegurar el empleo, la movilidad y la provisión de servicios esenciales para el futuro, el foco de muchos de los prestadores de asistencia humanitaria recayó sobre pequeños proyectos fácilmente manejables con escasa conexión con la planificación del desarrollo a largo plazo.
Decodificando las áreas urbanas
Saskia Sassen, profesora de sociología de la Universidad de Columbia, habla del “lenguaje de las ciudades” y de nuestra necesidad de comprender qué es lo que están comunicando. Por ejemplo, cita el caso de los atascamientos de tránsito en zonas céntricas como una forma que tiene la ciudad de decir “no” al exceso de transporte privado.
Quienes aportan asistencia humanitaria necesitan ayuda para comprender este lenguaje en ciudades golpeadas por crisis, de modo de asegurarse que su auxilio de emergencia no perjudique al crecimiento urbano sostenible a largo plazo. Pero el diálogo entre los expertos en urbanismo y los proveedores de asistencia humanitaria no se está dando aún ni con la asiduidad ni con la profundidad necesarias. Las redes de profesionales en urbanismo, alcaldes y académicos que pueden ayudar a decodificar el lenguaje de las ciudades no son interlocutores naturales de la comunidad que presta ayuda humanitaria.
Durante el próximo año, sin embargo, surgirán una serie de oportunidades para comenzar a derribar dichas barreras. Dos de las más significativas serán importantes eventos internacionales: la Cumbre Humanitaria Mundial, que se realizará en mayo, y la Conferencia de ciudades Habitat III, en octubre de 2016.
El Grupo de Expertos Urbanos de la Cumbre Humanitaria Mundial ha comenzado a contactarse con alcaldes y planificadores, y la idea de algún tipo de sociedad o de alianza que logre atraer a los actores urbanos ha comenzado a gestarse. Necesitamos escucharnos unos a otros, y también necesitamos escuchar el lenguaje de las ciudades en crisis.
* Este artículo apareció por primera vez en Citiscope, un portal especializado que hace reportajes sobre las preparaciones para Habitat III en Citiscope.org/HabitatIII.
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