En 2014, el gobierno de la pequeña y empobrecida ciudad estadounidense de Flint decidió usar un río distinto al acostumbrado como fuente municipal de agua, mientras se alistaba un sistema más económico. Pero el agua de la nueva fuente era corrosiva para las tuberías que debían conducirla y los funcionarios medioambientales tomaron la infeliz decisión de no agregarle al agua un químico que las protegiera. Para septiembre de 2015 ya era evidente que había ocurrido una gran tragedia. Las tuberías corroídas habían comenzado a lixiviar plomo al agua. Miles de niños pequeños estuvieron bajo la amenaza de daños cerebrales causados por intoxicación con plomo, y los adultos enfrentaron potenciales efectos debilitantes que iban desde dolencias cardiovasculares hasta daños renales. Pero todo eso se pudo haber evitado. La tragedia se ha convertido en un símbolo: una lección práctica sobre los peligros de bajar la guardia en la vigilancia y el mantenimiento de las obras de infraestructura.
Lamentablemente, en Estados Unidos, como en otras partes del mundo, la infraestructura es una de las primeras áreas en las que los gobiernos recortan gastos al presentarse una situación de insuficiencia presupuestaria. Y esto es especialmente cierto en el caso de América Latina y el Caribe, donde la competencia entre las diversas necesidades ‒y la crisis presupuestaria actual‒ significan que la infraestructura lleva las de perder.
Claro que el problema en América Latina y el Caribe no obedece únicamente a una falta transitoria de inversión, sino a una inversión históricamente insuficiente. La inversión en infraestructura en la región promedió 2,4% del PIB durante 1992-2013; 0,8% menos que en Estados Unidos y la Unión Europea, y considerablemente menos que en otros países en desarrollo, como India o China, que han invertido en infraestructura 5% y 8,5% de su PIB, respectivamente. Actualmente la región debe atender una brecha enorme en infraestructura. La falta de carreteras, puertos, aeropuertos e instalaciones de telecomunicaciones ha entorpecido el comercio internacional. La infraestructura eléctrica, insuficiente y a menudo en mal estado, ha obligado a efectuar apagones programados. Los pobres a menudo carecen de acceso a obras sanitarias o agua potable limpia y segura. Y todo ello ha perpetuado la desigualdad al refrenar el desarrollo. Hay un solo camino por delante. Para superar la brecha y lograr un mayor crecimiento, la región deberá duplicar su inversión actual en infraestructura, llevándola al menos a 5% del PIB; de $120.000 millones a $150.000 millones al año, aproximadamente, y deberá mantener ese nivel de inversión por varias décadas.
¿Cómo se puede lograr? Se necesita un mayor ahorro, pero es imprescindible ahorrar mejor y canalizar ahorro del sector privado hacia la infraestructura. Muchos tipos de proyectos de infraestructura nunca llegarán a producir ganancias, como los hídricos y sanitarios, eléctricos y de vialidad rural en zonas de bajos ingresos, por ejemplo. Esos proyectos requieren cuantiosas inversiones del sector público, que a duras penas ha podido disponer de los recursos necesarios debido a los bajos índices de ahorro. Pero otros tipos de proyectos, como la construcción de carreteras y autopistas de peaje, puentes o puertos, pueden generar una rentabilidad razonable, y es allí que el sector privado puede cumplir un papel decisivo. Con los incentivos correctos se puede convencer al sector privado de que use sus ahorros de manera más productiva, invirtiendo abundantemente en proyectos de infraestructura y ayudando al gobierno a cerrar la brecha.
A partir de la década de 1990, los gobiernos de las mayores economías de la región comenzaron a abrir el sector de la infraestructura al sector privado, con la esperanza de que eso les permitiría invertir en otras prioridades. De hecho, América Latina y el Caribe ha marchado al frente de las regiones en desarrollo en cuanto a la inversión privada en infraestructura, habiendo acumulado $680.000 millones entre 1990-2013, mucho más que el PIB de las zonas emergentes de Asia o el África subsahariana.
Pero para obtener un resultado verdaderamente distinto también habrá que darle participación a los grandes inversionistas institucionales, como los fondos de pensiones de jubilación, las empresas de seguros y los fondos soberanos de inversión. A su vez, eso exigirá cambios estructurales. Esos inversionistas no se mostrarán muy dispuestos a comprometer su dinero en costosos proyectos de gran escala con horizontes de amortización de hasta 50 años. Para convencerlos es preciso que la infraestructura funcione como una clase de activos o una cartera de títulos valores, con precios, liquidez y la capacidad de generar rendimientos estables por períodos prolongados. Será necesario contar con una autoridad reguladora que funcione bien y pueda garantizar que los proyectos se conciban acertadamente y se construyan dentro de los plazos y los presupuestos previstos; que no se congelen o cambien arbitrariamente las tarifas o los peajes en formas que reduzcan su rentabilidad. El gobierno deberá tener la capacidad técnica interna necesaria para asegurar un flujo constante de proyectos que se puedan agrupar para hacer más interesantes los activos.
Claro que nada de eso va a evitar que ocurra otro desastre como el de Flint en América Latina y el Caribe. Eso solo se puede conseguir con un sector público dispuesto a invertir en un conjunto de obras de infraestructura modernas y seguras en zonas pobres. Pero eso puede marcar la diferencia crítica en otras áreas, como el transporte y las comunicaciones, en las que el sector público se está quedando corto. No se trata del sector público o el privado; ambos deben actuar. Con abundancia de ahorros, cada uno de ellos puede invertir mejor y más productivamente para estimular el crecimiento y ayudar a cerrar la brecha que ha mantenido rezagada a América Latina y el Caribe.
Algunos de esos temas son abordados en la edición de 2016 de la serie de informes insignia del BID, Desarrollo en las Américas, titulado Ahorrar para desarrollarse: cómo América Latina y el Caribe puede ahorrar más y mejor. Haga clic aquí para recibir actualizaciones sobre este libro de próxima publicación y un PDF gratis una vez publicado.
*Autor invitado: Tomas Serebrisky es principal asesor económico en la Unidad de Infraestructura y Medio Ambiente del BID
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