A pesar de los significativos avances en las dos primeras décadas de este siglo, América Latina y el Caribe sigue siendo una de las regiones más desiguales del mundo. Sus enormes disparidades en los ingresos la sitúan, según la mayoría de los analistas, en la posición de competir con África subsahariana —con sus países atípicos como Namibia y Sudáfrica— por el nada envidiable título de “la región más desigual del mundo”. Pero no se trata solo de los ingresos: la región también tiene preocupantes desigualdades en materia de propiedad de la tierra, educación y salud.
Buscando comprender mejor la dinámica de la desigualdad, el Banco Interamericano de Desarrollo se ha asociado con el London School of Economics, la Universidad de Yale, el Instituto de Estudios Fiscales, así como con académicos de más de una docena de destacadas universidades a fin de llevar a cabo un replanteamiento integral del problema de la desigualdad en América Latina mediante revisiones críticas de la bibliografía, nuevos datos y nuevos análisis. Esto incluye entender mejor hasta qué punto la desigualdad en la región es hereditaria.
Hay muchos componentes en el debate y, para empezar, cierta incertidumbre en cuanto al nivel exacto de la igualdad de ingresos en la región. Si se consideran únicamente los ingresos registrados en las encuestas de hogares, los coeficientes de Gini en la región en 2020 rondaban en promedio el 0,5, donde 0 es la igualdad perfecta y 1 es cuando todos los ingresos se concentran en manos de un solo individuo. Se trata de una cifra muy alta según cualquier estándar internacional. Pero las encuestas de hogares pasan por alto a muchos de los hogares más ricos. Las investigaciones basadas en información tributaria sugieren que la cifra podría ser diez puntos porcentuales más alta, un nivel realmente alarmante, aunque dicha información tiene sus propios bemoles. Aun así, la posición de la región como la más desigual, junto con África subsahariana, parece una apuesta lamentablemente segura.
Naturalmente, existe una heterogeneidad sustancial dentro de la región. Brasil, Colombia y Guatemala tienen mayor desigualdad que Uruguay o Argentina. Pero hay otras dos características de la desigualdad que la mayoría de los países de la región tienen en común: es polifacética e interconectada.
Es polifacética porque los ingresos no son lo único que está distribuido de manera desigual. La región también tiene el mayor nivel de concentración de la tierra del mundo, y unos resultados muy desiguales en materia de salud y educación. Por ejemplo, la culminación de la enseñanza secundaria superior es un 40% más alta en el Perú urbano que en el rural, con brechas similares en Bolivia y Ecuador.
Y la desigualdad está interconectada porque el bienestar está correlacionado a través de estas diferentes dimensiones: en promedio, los latinoamericanos más ricos también son más sanos y tienen mejor educación. Pensemos en la desnutrición que, lamentablemente, sigue prevaleciendo en muchos países de la región. Por ejemplo, en Guatemala la tasa de retraso en el crecimiento (porcentaje de niños con una estatura inferior en más de dos desviaciones estándar a la esperada para su edad) es del 17% entre el quintil más rico de la población (por encima, a su vez, del promedio latinoamericano), mientras que entre el quintil más pobre es del 66%.
¿Pero serán los hijos iguales a sus padres?
Lo que hace que estas desigualdades polifacéticas e interconectadas sean más inaceptables es su persistencia a lo largo del tiempo y de las generaciones. No se trata solo de que la desigualdad fuera alta hace 50 años y que hoy lo siga siendo; se trata de que los hijos y los nietos de quienes eran ricos en ese entonces probablemente hoy sean adinerados, y que los descendientes de quienes eran pobres en ese entonces probablemente hoy estén peor que esos descendientes adinerados. Un estudio reciente concluyó que la correlación entre los años de escolarización de los padres y los de sus hijos oscila entre 0,45 y 0,60, frente a un margen de 0,30 a 0,35 en Estados Unidos, y las cifras son aún más bajas en la mayoría de los países europeos.
Una encuesta que surgió a raíz de diversos estudios encontró estimaciones de la elasticidad intergeneracional de los ingresos (otra medida de la asociación entre padres e hijos) en el margen de 0,55 a 0,70: al nacer en una familia pobre en América Latina y el Caribe se tienen muchas más probabilidades de ser pobre que si se hubiera nacido en Estados Unidos o en Europa.
Aunque estos valores son muy altos, se centran en una sola variable familiar a la vez: la educación o los ingresos de los padres explican por sí solos los de sus hijos. Otra forma de medir el grado en que se hereda la desigualdad consiste en analizar en qué medida los ingresos actuales pueden predecirse a partir de una serie de circunstancias personales heredadas, como la educación y la ocupación de los padres, el sexo al nacer, la raza o etnia, el lugar de nacimiento, etc. Este enfoque genera medidas de “desigualdad de oportunidades”, o desigualdad heredada, que dibujan un panorama aún más cruel. Un coeficiente de correlación de 0,6 (en el extremo superior del intervalo descrito anteriormente) implica que el 36% de la variación en la distribución educativa actual puede predecirse o explicarse por la educación de los padres. Por otra parte, estudios actuales sobre la desigualdad de oportunidades en América Latina y el Caribe concluyen que un conjunto relativamente pequeño de circunstancias personales heredadas —incluidos el sexo, la raza y los antecedentes familiares— explican entre el 45% y el 63% de la desigualdad de ingresos de la generación actual, dependiendo del país. El promedio regional supera el 50%, y el hecho de que los ingresos se midan con error y no se observen muchos factores hereditarios importantes significa que probablemente se trate de subestimaciones. Debido a la suposición de que gran parte de lo que una persona consigue en la vida está predeterminado por su procedencia, este nivel extremo de persistencia intergeneracional suele percibirse como enormemente injusto. Pero más allá de la injusticia, dicho nivel también tiende a asociarse negativamente con el crecimiento económico, y positivamente con la desigualdad actual. Una famosa descripción de la relación positiva entre la persistencia intergeneracional y la desigualdad actual en varios países fue denominada “La curva del Gran Gatsby”. En el gráfico 1 se muestra una versión moderna que utiliza la desigualdad de oportunidades como medida de la desigualdad heredada. Los países latinoamericanos, señalados en amarillo, no son tan extremos como Sudáfrica. Pero están ubicados claramente en el peor cuadrante posible, con una gran desigualdad tanto de resultados como de oportunidades. Para las personas, las consecuencias son obvias. Les puede resultar extremadamente difícil superar, por sus propios medios, la desigualdad de resultados, ya que estos resultados están predeterminados en gran medida por sus características heredadas. Esto se debe, en parte, a la poca eficacia del Estado y de la sociedad para ofrecer igualdad de oportunidades.
El ciclo corto de la desigualdad y el ciclo largo
¿Qué mecanismos impulsan esta desigualdad intergeneracional? Un trabajo reciente en el que hemos participado como parte de un gran equipo sugiere que existe tanto un “ciclo corto” a escala del ciclo vital, como un “ciclo largo” a escala histórica. El “ciclo corto” incluye los mecanismos a través de los cuales las ventajas y desventajas se legan de padres a hijos, empezando por las brechas en el vocabulario y en la capacidad cognitiva en la primera infancia, que se han documentado en muchos países de la región. De la misma manera en que surgen brechas, incluso en esta franja de edad crítica de 0 a 5 años, estas se consolidan cuando los niños ingresan a la escuela. Por ejemplo, en México, mientras que una niña, cuyos padres no han completado la enseñanza secundaria superior, tiene un 38% de probabilidades de completar su educación secundaria superior, esa probabilidad es del 88% para otra niña cuyo al menos uno de sus padres completó la educación universitaria. Las brechas son aún mayores en lo que respecta a la culminación de los estudios universitarios.
Pese a la importancia que tiene la cantidad de educación, medida por las calificaciones obtenidas, esta apenas representa una parte de la historia. En América Latina, como en muchas otras partes del mundo, los niños más pobres suelen acabar en peores escuelas, mientras que los más ricos tienen acceso a mayores recursos tanto en el hogar como en la escuela. Esto se manifiesta en grandes brechas de aprendizaje: por ejemplo, en México, la finalización de la secundaria superior es un 50% más probable para los niños cuyo al menos uno de sus padres completó la educación universitaria que para aquellos cuyos padres no completaron la secundaria superior. La desigualdad aumenta aún más en el mercado laboral, donde los diferentes niveles de capital humano dan lugar a muy distintos tipos de empleo y, en consecuencia, a grandes brechas salariales. También existe una clara correlación entre los niveles educativos de los cónyuges o parejas de hecho, lo que agrava aún más la desigualdad de ingresos y recursos de los hogares y, así, el ciclo vuelve a empezar.
Por cruel que sea este “ciclo corto” de transmisión de desigualdades, no funciona de manera aislada. Se sustenta en un “ciclo más largo” mediado por instituciones económicas y políticas configuradas a lo largo de los siglos. En este ciclo, las grandes disparidades en el nivel de riqueza, como las existentes entre los esclavos y sus dueños, o entre los conquistadores y los indígenas cuyas tierras fueron expropiadas y a quienes se les obligó a abandonar las minas de oro y plata, dan lugar a disparidades de poder igualmente grandes. Estas disparidades, a su vez, dan origen a instituciones y opciones políticas que benefician desproporcionadamente a los ricos.
Abundan ejemplos actuales, pero uno que es común a muchos países de la región es la coexistencia de un sistema educativo público mal financiado y de baja calidad y un conjunto de escuelas privadas de alta calidad a las que asisten principalmente los hijos de los ricos. Esta segregación del sistema escolar refleja un equilibrio político que tiene raíces históricas complejas, al tiempo que contribuye a los mecanismos del “ciclo corto”. Cuando las familias más ricas optan por no acogerse al sistema público tienen pocos incentivos para pagar impuestos o presionar para exigir mejores servicios prestados por el Estado. También son menos propensas a presionar a favor de políticas redistributivas. La desigualdad está incorporada en el ADN de la región. Reducirla no será una tarea fácil ni automática. Requerirá de un esfuerzo político deliberado, consciente de las fuerzas históricas e institucionales que han determinado durante mucho tiempo los equilibrios políticos. Dicho esto, la reducción de la desigualdad y el crecimiento de las clases medias que vimos durante la década de 2010 demuestran que se puede progresar y que, aunque queda mucho por hacer, es posible combatir la plaga de la desigualdad.
Para saber más sobre la desigualdad en América Latina y el Caribe, conozcan nuestra serie de podcasts.
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