Por Tatiana Gallego Lizón. Artículo publicado en el diario argentino Clarín.
Arrancaron este mes en París las conversaciones del Urban 20 en materia de desarrollo urbano sostenible, con la mira puesta en el G20 de octubre próximo en Buenos Aires, Argentina, la primera vez en América Latina.
Las ciudades frecuentemente se ven ante la responsabilidad de asumir directa o indirectamente los efectos a largo y corto plazo del desarrollo insostenible, pero pocas veces tienen acceso a recursos —financieros o de conocimiento— o a aquellos marcos flexibles necesarios para impulsar el cambio.
El Urban 20, una iniciativa diplomática centrada en ámbitos urbanos liderada por los gobiernos municipales de Buenos Aires y París con apoyo de la red C40, surgió como un foro para que distintas ciudades compartan experiencias y desarrollen los debates del G20 que organizará Argentina en octubre próximo.
Estas sesiones previas, que arrancaron la primera semana de febrero en París, mostraron un afán por hallar soluciones colectivas en un espíritu colegiado, y así abonar el terreno para lograr acuerdos sobre acción climática y desarrollo sostenible, puesto que ese es precisamente el tema principal del foro más importante de gobernanza económica mundial, como anunció el presidente argentino Mauricio Macri. El Banco Interamericano de Desarrollo fue uno de los socios acompañantes llamados a compartir experiencias desde una diversidad de perspectivas en América Latina y el Caribe.
El hábitat sostenible que nos esforzamos por construir se sustenta en tres pilares principales, que suelen ser interdependientes entre sí: productividad, resiliencia e inclusión, y su solvencia requiere de respuestas coordinadas. La segregación espacial ha sido uno de los problemas más generalizados que enfrentamos, pues trastoca cada aspecto del individuo y su comunidad.
Inadecuadas políticas de vivienda social y deficientes regulaciones en materia de uso de suelo, han desplazado a aquellos colectivos desfavorecidos hacia las periferias de nuestras ciudades, frecuentemente alejadas de los núcleos de empleo, actividad económica, educación y servicios, e inclusive se ha llegado a una normalización de la coexistencia entre comunidades opulentas y barrios marginales con servicios mínimos, en los que vive uno de cada cuatro latinoamericanos.
Los riesgos ambientales, por su parte, acarrean costos sociales y económicos, ya sea por efectos de climas extremos, por eventos sísmicos que ponen en riesgo áreas bajas propensas a desastres o inclusive por altos niveles de contaminación.
Para enfrentar estas situaciones, se vienen realizando acciones paliativas que se centran en la provisión de servicios básicos y en la mejora del medio ambiente circundante, pero dada la importancia del reto y su intensidad, se necesitan más medidas para lograr integrar estos vecindarios segregados. Ya existen esfuerzos destacados en América Latina y el Caribe para combinar acciones de renovación urbana y regeneración económica, y para ello ha sido muy útil el aporte y la promoción de las industrias culturales y creativas, fundamentales para la identidad de muchas comunidades.
Por otro lado, se ha avanzado en una serie de acciones preventivas, desde una perspectiva más holística de creación de políticas y regulaciones, que inciden en una mejor coordinación intergubernamental y sistemas de seguimiento y evaluación coherentes, como las desarrolladas en México con la nueva Ley General sobre Asentamientos Humanos, Ordenación Territorial y Desarrollo Urbano, de suma importancia para abordar la raíz de las causas de dicha segregación espacial.
A ello hay que añadir otro condimento: la inseguridad ciudadana, que sigue siendo la preocupación principal para la mayoría de los alcaldes que participan en la Red de Ciudades del BID. La exclusión social está íntimamente relacionada con la violencia en las ciudades latinoamericanas, interactuando en un círculo vicioso, principalmente en aquellas comunidades socialmente excluidas donde sus residentes no pueden confiar en el resguardo de aquellas instituciones designadas a protegerlos.
La inseguridad, además, tiene un costo social derivado de la reducción de las oportunidades de interacción y cohesión económica dentro de la comunidad. Ciudades como Medellín han trabajado exitosamente en iniciativas comunitarias para reconstruir su tejido social, al igual que Belice a través de la acción comunitaria para la seguridad pública, que diseña e implementa programas sociales y educativos en la comunidad, proporcionando estrategias de comunicación social.
Finalmente, las mujeres no solo se ven desproporcionadamente afectadas por la violencia en América Latina y el Caribe, sino que la exclusión de género limita sus ingresos económicos y se expone a una mayor vulnerabilidad hacia desastres naturales. Un buen ejemplo de soluciones integrales es Ciudad Mujer en El Salvador, donde se apoya el empoderamiento de mujeres a través de educación, empleo, salud, familia y asistencia de seguridad.
Puesto que ahora se comprende mejor la dimensión de estos retos, los encuentros del Urban 20 llegan en un momento oportuno, que permitirán a los líderes mundiales reunidos dentro de unos meses en Buenos Aires, llegar con una hoja de ruta que aproveche las posibilidades de ciudades más productivas e inclusivas, y así desarrollar conjuntamente marcos que promuevan y financien un desarrollo sostenible que perdure en el tiempo. ¡Aprovechemos la oportunidad!
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