El 30 de octubre de 1998 el huracán Mitch ocasionó cientos de deslizamientos de tierra de roca y escombros causados por la erosión de las riberas en las ciudades de Tegucigalpa y Comayagüela, en los barrios más vulnerables de la periferia.
El deslizamiento más devastador se originó debajo de la cima del cerro que hoy se llama Cerro El Berrinche. Fue un evento de proporciones bíblicas, que destruyó cientos de casas y generó un movimiento de tierra de 3 millones de metros cúbicos, que taponó el rio Choluteca e inundó la ciudad durante varias semanas. Aunque afortunadamente no hubo pérdida de vidas humanas, la colonia Soto desapareció por completo. La solución definitiva no llegó hasta el año 2014, cuando, gracias a JICA —la Agencia de Cooperación Internacional de Japón— se completaron las obras de reducción del riesgo, que permitieron estabilizar la ladera.
No obstante, en realidad esta obra sólo atendió las condiciones inseguras. La fragilidad del suelo, la ocupación informal del terreno, las viviendas precarias, el hacinamiento y la descomposición social que generaron el desastre, en su inicio, persisten en Tegucigalpa y representan un alto riesgo.
“Las estrategias de prevención y reducción del riesgo de desastres con base en la participación pública y la revitalización de vecindarios han resultado particularmente efectivas en la reducción de esos riesgos.”
El desastre en el Cerro El Berrinche desgraciadamente no es una anomalía en la región. Centroamérica, con un área geográfica de un poco más de medio millón de kilómetros cuadrados, y una población de unos 30 millones, ha estado sujeta históricamente a desastres naturales que han tenido consecuencias devastadoras en la región. Desde el mes de noviembre pasado, 7 millones de personas sufren los estragos de los huracanes Eta e Iota, en una región sujeta anualmente a inundaciones, sequías y deslizamientos, y a dislocaciones físicas y sociales, debido a una importante actividad sísmica y volcánica.
Los desastres naturales, la deforestación extensiva, la destrucción de cuencas hidrográficas, los altos niveles de degradación ambiental, y la falta de planificación espacial son factores que exacerban los ya preocupantes niveles de pobreza, desigualdad e inseguridad en una región también azotada por la pandemia de la COVID-19.
En décadas recientes, la falta de una planificación urbana adecuada, acompañada de un flujo de migrantes que huyen de áreas rurales hacia la ciudad en busca de oportunidades, pobló los barrios periféricos de las capitales centroamericanas con un acceso limitado a servicios básicos, en sectores ya altamente vulnerables a los desastres naturales.
Tradicionalmente, la gestión del riesgo de desastres a nivel local se ha realizado con el apoyo de las autoridades regionales y nacionales. Pero experiencias recientes han demostrado que las estrategias de prevención y reducción del riesgo de desastres con base en la participación pública y la revitalización de vecindarios han resultado particularmente efectivas en la reducción de esos riesgos.
Cuando la mitigación de riesgos no es viable, se recomienda:
- Declarar la inhabitabilidad de los terrenos
- Programar el reasentamiento de las viviendas
- Involucrar a la comunidad
Para apoyar a la región centroamericana en la gestión de riesgos asociados a los desastres naturales en zonas urbanas, en el Banco Interamericano de Desarrollo publicamos recientemente un estudio en el que ofrecemos recomendaciones para reducir las condiciones de riesgo de los desastres y fortalecer la capacidad de respuesta en los barrios de las capitales de Guatemala, El Salvador y Honduras.
Uno de los mayores retos es la falta de educación de los residentes entorno al peligro que representa tener una vivienda en territorios de alto riesgo. Por ello, una respuesta comunitaria debe ser la más efectiva.
Es fundamental involucrar a la comunidad en acciones como el monitoreo de riesgos y la implementación de sistemas de alerta temprana, o la creación y difusión pública de rutas de evacuación y zonas seguras. Estos esfuerzos deben ir de la mano de ejercicios de simulación periódicos organizados por brigadas comunitarias que prioricen la asistencia a las poblaciones más vulnerables en caso de desastre natural.
Lo ideal es prevenir para que las comunidades no lleguen a ese punto.
Pero cabe destacar que no todos los riesgos pueden ser mitigados. Existen zonas en que no es posible –por motivos ambientales u económicos— implementar medidas de protección.
En los sectores con riesgos mitigables, los programas de reducción de riesgos pueden incluir el refuerzo de la vivienda e infraestructura de servicios o medidas de gestión ambiental como el adecuado manejo de desechos y aguas servidas.
En los sectores donde la mitigación de riesgos no es viable, existen otras acciones que se pueden tomar. Se recomienda declarar la inhabitabilidad de la ocupación de esos terrenos, programar el reasentamiento de las viviendas e involucrar a la comunidad para asignarle un uso práctico al terreno, por medio de la creación de áreas de recreación o de huertos urbanos, por ejemplo, para prevenir su ocupación posterior.
Estas acciones deben ir acompañadas de mecanismos de vigilancia y control —coordinadas entre los gobiernos central y local, y la comunidad— para evitar la llegada de nuevas familias, la instalación de negocios sin medidas de seguridad adecuadas o la degradación ambiental.
“Los gobiernos central y municipal deben poner en marcha programas que faciliten el acceso a suelo y vivienda segura para familias de escasos recursos.”
Para prevenir la generación de nuevos riesgos de desastre, una estrategia de desarrollo en un asentamiento informal con zonas de riesgo debe involucrar a la comunidad para tomar en cuenta las necesidades de la población, además de las potencialidades socioambientales y limitaciones del territorio. El tamaño de un edificio, la ubicación de un negocio o la expansión de una vivienda son factores importantes que pueden mitigar los riesgos en caso de desastre.
Pero para resolver el problema a largo plazo, es urgente analizar las condiciones en los que terrenos en localizaciones de alto riesgo son vendidos sin título de propiedad a personas de bajos recursos, exponiéndoles a perder todos sus activos en caso de desastre natural, sin ninguna posibilidad de recibir una compensación económica.
Desde los gobiernos central y municipal se deben poner en marcha programas que faciliten el acceso a suelo y vivienda segura para familias de escasos recursos, que pongan fin a la especulación y prevengan la ocupación de zonas que deben declararse inhabitables.
No hacerlo implica dejar que el riesgo se siga expandiendo exponencialmente, generando mayores situaciones de desastre y mayores costos de reconstrucción. En este contexto, el estudio del BID plantea que para evitar desastres futuros, es fundamental intervenir en las condiciones sociales que generan el riesgo desde su origen. ¿Cómo sería una intervención con este enfoque si pudiéramos viajar en el tiempo para evitar el desastre del Berrinche?
Para conocer más sobre la mitigación de riesgos por desastres naturales en la región, consulten el informe del BID aquí.
Leave a Reply