Por: Ana Maria Díaz
Profesora Asistente del Departamento de Economía, Pontificia Universidad Javeriana en Bogotá, Colombia
El conflicto armado Colombiano ha generado una cantidad considerable de estudios con evidencia empírica rigurosa, al punto que muchos han comenzado a emplear el término “violentometría” para referirse a esta área de investigación. Esta literatura podría agruparse en tres categorías: los estudios que realizan análisis descriptivos de la evolución del conflicto en términos temporales y geográficos; los estudios que se centran en las causas del conflicto; y aquéllos que ponen énfasis en los costos del conflicto.
En los análisis descriptivos Granada, Vargas y Restrepo analizan el conflicto en las últimas décadas. Estos autores definen tres etapas: expansión territorial (1990-1996), recrudecimiento (1996-2002) y reacomodamiento (2003-2008). Botero y Sánchez analizan temporal y geográficamente el conflicto, centrándose en la evolución de las acciones armadas, de los combates y de los homicidios, clasificando a los municipios en estas dimensiones. En Ávila (2010) y Ávila y Valencia (2011) encontramos un análisis de la actividad de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC); en Núñez (2001) la del Ejército de Liberación Nacional (ELN); en Duncan (2005) de las autodefensas; y en Restrepo y Aponte (2011) la de los neoparamilitares.
A partir de estos estudios se puede concluir que el conflicto armado continúa presentando cobertura nacional con variaciones de las estrategias de los distintos actores. Según Ávila, en el 2010 cerca de 600 de los 1101 municipios presentaron actividad de los grupos armados ilegales. Respecto de las FARC, Ávila sugiere que mantienen su capacidad militar, que se han replegado hacia zonas de retaguardia y que iniciaron una fase de profesionalización de sus tropas, incrementando el número de acciones con francotiradores y con expertos en explosivos a fin de eludir combates. El ELN, por su parte, se reorganizó en pequeñas estructuras y conformó redes de apoyo, lo cual le permitió avanzar en territorios fronterizos. Finalmente, aunque el proceso de negociación con las Autodefensas Unidas de Colombia permitió la desmovilización y desarme de 30 mil de sus miembros, el fenómeno paramilitar sigue operando, afianzando una nueva fase (llamado “neoparamilitarismo”) vinculada al narcotráfico y a la explotación ilegal de recursos naturales.
Pero, ¿Qué dice la literatura sobre las causas del conflicto?
Pasando a las causas del conflicto, algunos estudios sugieren que las desigualdades socioeconómicas, la exclusión y la discriminación tienen correlación con el conflicto armado. La relación entre pobreza y conflicto es compleja, teniendo, sin embargo, un elemento sobre el que sí hay consenso: el conflicto tiende a afectar desproporcionadamente a los pobres. Para Galindo, Restrepo y Sánchez, la pobreza alimenta el conflicto puesto que las menores oportunidades para los pobres los llevan a asumir conductas riesgosas y, en estas condiciones, las instituciones son incapaces de resolver diferendos de manera pacífica, creándose así una trampa de pobreza y conflicto. Paralelamente, el conflicto es causa de pobreza en la medida que destruye.
Otros estudios analizan la “maldición de los recursos”, sugiriendo una relación positiva entre la disponibilidad de recursos naturales y los conflictos armados civiles, entendiendo recursos naturales como bienes primarios (minerales, petróleo y gas) o bienes producidos mediante la explotación de recursos naturales (legales o ilegales). La evidencia indica que dicha maldición sí existe, pero no todos los recursos naturales tienen el mismo impacto.
El recurso “maldito” considerado como causa y consecuencia del conflicto armado, es la coca, según afirman Díaz y Sánchez (2004) y Angrist y Kugler (2008). Así, Vargas y Dube (2006) muestran que la maldición es indiscutible para el petróleo y la coca pero no para el café. Leiteritz, Nasi y Rettberg (2009) añaden a la lista de recursos “malditos” el oro, la palma de aceite y el banano por su relación directa con la actividad armada. No obstante, Idrobo, Mejía y Tribín (2002) muestran que, en el caso del oro, la explotación ilegal es la que produce el aumento de los niveles de violencia en las zonas auríferas.
Respecto a los costos, la literatura presenta dos tipos de estudios: aquellos que se concentran en cuantificaciones económicas y los que se centran en impactos sociales. En cuanto a los primeros, estudios realizados a partir de la década de los noventa han cuantificado los costos directos e indirectos del conflicto armado colombiano. Este costo se estima entre el 4 y el 9 por ciento del PIB (ver Alvarez y Rettberg, 2008, para una excelente revisión de la literatura). En cuanto a la actividad empresarial, Camacho y Rodríguez (2010) encuentran que la supervivencia de las empresas se ve afectada negativamente por la actividad armada de los grupos armados ilegales. Respecto del sector agrícola, Muñoz (2011) halló una relación negativa entre el número de ataques y la producción de café, resultando que en los municipios con mayor número de ataques la producción es hasta 1.2 por ciento menor. Acevedo (2009) afirma que el precio pagado a los agricultores es menor en municipios violentos que en municipios pacíficos, empleando la hoja de coca como estudio de caso. Finalmente, la evidencia del trabajo realizado por Fernández, Ibáñez y Peña (2011) sugiere que ante choques violentos los hogares rurales agrícolas se ven forzados a trabajar en mercados no agrícolas. Sin embargo, los mercados laborales rurales no pueden absorber este exceso de oferta generando así un círculo vicioso.
Entre los estudios de carácter social, Sanchez y Rodríguez (2010) encontraron que los ataques violentos generan aumentos en la deserción escolar para niños entre 6 y 17 años a causa de tres fenómenos ocasionados por el conflicto: choques económicos, menor expectativa de vida y menor calidad educativa. Una de las consecuencias del conflicto armado es el desplazamiento forzado, documentado en diversos trabajos, el cual según Calderón e Ibáñez (2011) afecta particularmente, y en varios aspectos, a las mujeres desplazadas. Calderón, Gálfaro e Ibáñez (2011) encuentran que las mujeres sufren más de violencia doméstica, la cual está asociada con incrementos de la violencia contra los niños, perpetuando el ciclo de violencia.
Indudablemente la gran disponibilidad de micro datos de buena calidad, incentivará la elaboración de más y mejores estudios que complementen los aquí incluidos. Es importante reconocer, sin embargo, que la medición de muchos aspectos del conflicto armado tiene limitaciones. Estas limitaciones se presentan claramente en los trabajos de Granada, Restrepo y Sánchez y de Espinosa.
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