La columna de John Kay en el Financial Times es siempre una lectura interesante. En una de sus últimas columnas (sin llave aquí) pone ácidamente en tela de juicio la utilidad y pertinencia del análisis Costo Beneficio. Su argumento es que si el sistema de saneamiento de Londres hubiese estado sujeto a las reglas asociadas al análisis Costo Beneficio, nunca se habría hecho. El Támesis sería una pocilga nuaseabunda, y caminantes, turistas distraídos y mandarines del Tesoro Inglés no podrían haber disfrutado de las maravillosas vistas desde los amplios terraplenes del Paseo de la Reina en la orilla sur del río.
Según Kay, los funcionarios de la época (bien vale recordar que el servicio civil de su majestad también es una criatura victoriana) habrían estado obligados a analizar el impacto del hedor sobre los precios inmobiliarios y la salud, en una época en que la medicina era un amenazante amalgama de azar, charlatanería y tortura, y donde el terror urbano que fue la epidemia del cólera de 1954 acababa de ser atribuida al agua contaminada.
Incluso de haber leído a su contemporáneo Jules Dupuit, quien es considerado como el padre del análisis Costo Beneficio,
Sus estimativos hubieran estado completamente equivocados y, de cualquier manera, irrelevantes. El hecho evidente es que Londres no se habría convertido en la gran capital financiera y de negocios que es hoy, si sus habitantes tuvieran que arquearse para vomitar cada vez que salían de sus casas.
Aunque (los economistas siempre tenemos dos manos)
Es perfectamente correcto solicitar una justificación detallada, y una cuantificación de esa justificación, de ser posible. Sin embargo, la cuantificación específica es muchas veces artificial, y no va al grano; el mundo moderno no existiría sin ferrocarriles o con el gran hedor.
¿Tiene razón Kay?
No.
Con un espejo retrovisor perfecto, no es difícil construir una larga lista de proyectos y empresas transformadoras que no habrían pasado el rasero del análisis Costo Beneficio. El alcantarillado londinense no es el único. Uno podría añadir el descubrimiento de América, donde lo que se buscaba era una ruta comercial y lo que se encontró fue un nuevo Continente. Ningún supuesto de Costo Beneficio hubiese tenido tal poder de clarividencia; o la Gran Muralla China que recibe más de dos millones de turistas al año, aunque sus constructores tenían el propósito exactamente opuesto: repeler hordas de extranjeros salvajes.
Pero esto es comprensión retrospectiva 20/20 (perdón por el anglicismo). Miremos hacia adelante.
Imagínese que el Sr. Kay hubiera nacido en Guinea Ecuatorial donde la visión del Presidente Teodoro Obiang es una nueva capital – Oyala – cuyo costo se estima en US$1.3 billones. Oyala tendrá cerca de 200,000 habitantes – de una población total de 700,000 y estará bien equipada con una autopista de seis carriles (la Avenida de la Justicia) y un campo de golf extraído de la selva virgen. ¿Quién sabe si un miope análisis de Costo Beneficio nos está impidiendo visualizar el futuro Dubai africano? O quizás el Dubai africano es la Nova Cidade de Kilamba en Angola que, aunque no es tan transformadora como Oyala, ansiosamente espera que lleguen sus primeros habitantes en esta inversión que supera los $3.5 billones.
Pero no seamos tan ambiciosos. Uno puede pensar en decenas de hospitales, carreteras, aeropuertos, e incluso alcantarillados que acumulan polvo porque nadie se preocupó en entender si alguien los iba a necesitar o si tendrían alguna utilidad en el futuro. Y ese es el fundamento del análisis Costo Beneficio.
Kay busca responder la pregunta equivocada, que en el mejor de los casos se responde a sí misma.
No se trata de preguntarse sobre lo que ese proyecto transformador puede hacer por tu país y responder con el filtro de la historia. La verdadera pregunta es cómo mezclar conocimiento e información cuantitativa – datos duros – de manera que los proyectos que no representan ninguna mejora en el bienestar colectivo y que van a lastrar los presupuestos públicos por años, simplemente no se hagan, sin el beneficio de tener retrovisor.
Y hasta les tenemos un nombre: elefantes blancos, algunos más grandes que otros.
Los elefantes blancos no solamente extraen el poco bienestar social que existe, sino que también actúan como un mecanismo de redistribución perversa e ineficiente, donde es esa ineficiencia lo que los hace atractivos para los políticos que están en situación de beneficiarse de ellos. Al fin de cuentas, cualquier político puede acreditarse un proyecto razonable, pero solamente los líderes transformadores que proyectan una gran visión llegan a los libros de historia.
Y dejando la ironía a un lado, desgraciadamente hay ya demasiados elefantes blancos.
Leave a Reply