Cuando hablamos de pensiones en América Latina y el Caribe no hay dos países que sean más diferentes que Brasil y Chile, tanto en su concepción de la seguridad social como en su financiamiento. Sin embargo, estos dos países coinciden en que se encuentran en una encrucijada de reformas pensionales que sus congresos debatirán en los próximos meses. Estas reformas ilustran que, así como la llegada del invierno fue inminente en la popular serie de televisión Game of Thrones (Juego de tronos), ningún sistema de pensiones puede escapar de los efectos del envejecimiento poblacional sin hacer ajustes importantes.
Dos países, dos tipos de sistemas de pensiones
En Brasil, las pensiones se rigen por un sistema tradicional de beneficio definido en donde la pensión se determina por una regla o promesa. Teniendo en cuenta que las pensiones están cerca del 80% del último salario y la edad promedio de jubilación efectiva es 55 años, se puede decir que este sistema es relativamente generoso (especialmente para los empleados públicos). Sin embargo, la realidad es que, a pesar de ser un país joven, el gasto pensional de Brasil es similar al de algunos países mucho más envejecidos como Grecia, Italia o Francia y el envejecimiento demográfico amenaza con llevar a una situación fiscal insostenible. Desde 1988, la tasa de adultos mayores se ha duplicado y el costo en pensiones se ha disparado hasta representar más de la mitad del gasto público oficial (actualmente, Brasil gasta más en pensiones de lo que gasta en salud, educación y seguridad, conjuntamente). Ante esta situación, el país ha elegido una subida importante de la edad de jubilación, que para algunos trabajadores puede suponer un aumento de más de 10 años.
A pesar de ser un país joven, el gasto pensional de Brasil es similar al de algunos países mucho más envejecidos como Grecia, Italia o Francia y el envejecimiento demográfico amenaza con llevar a una situación fiscal insostenible.
Los efectos del envejecimiento demográfico en Chile son distintos. En el país austral, pionero en transitar hacia un sistema de capitalización individual, las pensiones son y van a ser bajas, cada vez más bajas (por lo menos con relación a lo que los ciudadanos esperan), rondando entre el 20 y el 40% del último salario. No solo la esperanza de vida aumentó en más de un 40% desde 1981, sino que las rentas vitalicias se han encarecido a raíz de un período prolongado de disminución de las tasas de interés. En un sistema como el chileno, estos dos factores se traducen directamente en menores pensiones. Por lo tanto, el sistema presenta serios problemas de sostenibilidad social (especialmente entre la clase media). Pareciera que la única solución viable para aumentar las pensiones en el corto plazo es que el Estado se responsabilice, a través de subsidios a estos pensionistas. Chile propone, además de otras medidas para aumentar las pensiones en el largo plazo (aumentando las contribuciones), seguir profundizando en un esquema de subsidios que aumente las pensiones hoy, como ya la hiciera en la reforma del 2008.
En Chile, las pensiones son y van a ser bajas, cada vez más bajas (por lo menos con relación a lo que los ciudadanos esperan), rondando entre el 20 y el 40% del último salario.
Para algunos observadores, la experiencia de Brasil confirma que los sistemas públicos de beneficio definido son, por naturaleza, insostenibles y tienen que ser reemplazados por sistemas de capitalización individual (o de ahorro colectivo). Para otros, Chile es el máximo exponente de que los sistemas de capitalización individual han fracasado en cumplir su promesa de otorgar pensiones aceptables, y, por el camino, han enriquecido a la industria de administración de fondos de pensiones. Para nosotros, sin embargo, la lección principal tiene que ver más con el futuro que con el pasado: los sistemas de pensiones de la región están atados de pies y manos, y carecen de mecanismos o instituciones que los guíen de una manera razonable ante el profundo cambio demográfico que se avecina y las crecientes tensiones sociales y fiscales que este conlleva. Esto deja a los gobiernos ajustando el sistema ocasionalmente, hasta llegar a un punto donde las opciones técnicas son muy limitadas y que demanda importantes sacrificios de las generaciones afectadas.
Los sistemas de pensiones de la región están atados de pies y manos, y carecen de mecanismos o instituciones que los guíen de una manera razonable ante el profundo cambio demográfico que se avecina y las crecientes tensiones sociales y fiscales que este conlleva.
Reformas de pensiones para una región envejecida
La economía política de la reforma de la seguridad social es muy compleja, así se trate de pequeños cambios. Es fácil darse cuenta de que Chile y otros países con sistemas de capitalización individual tendrán pensiones bajas, y que Brasil y los demás países que se rigen por sistemas de beneficio definido (en particular aquellos muy generosos con sus ciudadanos) enfrentarán serios problemas fiscales en los próximos años. Teniendo en cuenta que América latina y el Caribe está envejeciendo más rápido que el resto del mundo (en los próximos 30 años, la población de 65 años o más crecerá en 97 millones de personas), es preocupante que ningún país de la región tenga mecanismos de ajuste que vayan respondiendo a los cambios demográficos. Por ejemplo, que la edad de retiro se vaya ajustando gradualmente conforme aumente la esperanza de vida o que en caso de desajuste fiscal se establezcan los criterios de cómo se van a modificar los parámetros del sistema para reequilibrarlo. Países con instituciones pensionales avanzadas, como Canadá, Dinamarca, Finlandia, Holanda y Suecia ya lo hacen. En ausencia de estos mecanismos, las reformas de pensiones van a depender de políticos muy responsables o de crisis fiscales o sociales. A pesar de que poca gente quiere admitirlo, lo cierto es que es necesario ajustar los sistemas de pensiones cuanto antes.
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