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El consumo de drogas se disparó en Chile. ¿Otra solución que no sea el castigo?

January 11, 2017 by Autor invitado 2 Comentarios


Habitualmente Chile es señalado como un ejemplo de éxito de desarrollo humano en América Latina. Más pro mercados que sus vecinos inmediatos, el país goza de una economía fuerte y se caracteriza por un enfoque progresista hacia los temas sociales. A pesar de (o tal vez a causa de) estos logros impresionantes, el país también está luchando con ciertos problemas que afectan a segmentos de alto poder adquisitivo, incluyendo el consumo creciente de sustancias ilícitas. El abuso de sustancias por parte de los jóvenes y adolescente chilenos en situación de riesgo plantea un desafío cada vez mayor y puede producir un efecto negativo en los resultados de desarrollo del país.

Chile registra habitualmente los niveles más elevados de consumo de sustancias entre alumnos de educación secundaria en la región. Esas tasas han mostrado una espiral ascendente debido a la creciente popularidad de los inhalantes y los derivados de la cocaína. En 2009, por ejemplo, el país experimentó la mayor prevalencia del consumo de cocaína entre alumnos de escuela secundaria en el continente americano, situándose en un 6,7% (seguido por Estados Unidos con un 4,6%).

Como parte de un enfoque para mitigar los daños, Chile ha estado trabajando con jóvenes delincuentes involucrados en las drogas para brindarles un asesoramiento y asistencia adecuados, a fin de fomentar conductas saludables, disminuir la violencia y mejorar las oportunidades para la reinserción social y familiar.

El Programa Aplicación del Enfoque del Modelo de Ocupación Humana en Programa de Tratamiento de Drogas y Alcohol para Adolescentes Infractores de Ley (PAMOH) es un programa de rehabilitación y reinserción social para los delincuentes juveniles y adultos jóvenes involucrados en las drogas en la ciudad de Valparaíso. Lanzado en 2010, este programa aplica el enfoque terapéutico del Modelo de Ocupación Humana (MOHO, en inglés). PAMOH está diseñado para ofrecer tratamiento contra el abuso de sustancias a jóvenes delincuentes entre 14 y 18 años, así como a delincuentes hasta los 20 años de edad. El enfoque MOHO se basa en la identificación con beneficiarios clave, en conductas que favorezcan la formación de hábitos positivos y en una mejora en las capacidades físicas y mentales.

PAMOH se estableció en virtud de la Ley 20.084 que estipulaba amplios principios para el tratamiento de los adolescentes involucrados en delitos por drogas y promovía la coordinación entre los Ministerios de Salud, Justicia y del Interior. PAMOH respalda un enfoque holístico centrado en la salud (en contraposición con aquél que pone el énfasis en la aplicación de la ley y el castigo) para tratar a los consumidores jóvenes de drogas. Antes del lanzamiento de PAMOH, se identificó un vínculo entre el consumo de drogas y la delincuencia juvenil; aproximadamente el 80% de los jóvenes acusados de algún delito resultaron ser consumidores de marihuana, mientras que un 50% declaró consumir derivados de la cocaína. No obstante, los delincuentes juveniles que consumían marihuana sólo recibían tratamiento en un 27% de los casos, mientras que aquéllos que habían informado el consumo de cocaína recibían tratamiento en sólo el 46% de los casos.

El programa PAMOH realizó a un extenso diagnóstico para identificar los factores de riesgo para los jóvenes beneficiarios. Como parte del proceso, se construyeron perfiles de los participantes que incluían sus historias familiares y de salud, patrones de actividades cotidianas, intereses, valores y necesidades. La parte del programa relativa al tratamiento se centraba especialmente en desarrollar rutinas saludables, así como en sesiones de terapia individual y grupal. Las actividades de tiempo libre incluían visitas a lugares públicos, práctica de deportes, construcción de equipos, y otras actividades destinadas a mejorar las habilidades sociales de los participantes. Todas estas actividades se adaptaron según las costumbres y los hábitos de los habitantes de Valparaíso para que el programa fuera más accesible a los participantes.

Un componente crítico de PAMOH estaba relacionado con la reinserción de los participantes en el mercado laboral (formal). Se estableció una alianza clave con el Colegio Técnico Industrial de Valparaíso. PAMOH pudo proporcionarles a los alumnos recientemente inscriptos información sobre posibles salidas laborales que se ofrecían a través de distintos cursos en la institución. Así surgió un número de candidatos a mecánicos, electricistas y soldadores. Lo que se esperaba era que el hecho de brindar opciones de carrera que tuvieran un sentido -ofreciendo horizontes a largo plazoalentaría a los jóvenes a evitar recaídas o empeorar su situación.

El texto es un extracto de nuestro libro sobre innovaciones en ciudades
El texto es un extracto de nuestro libro sobre innovaciones en ciudades

El programa PAMOH también hizo importantes inversiones en herramientas de control y evaluación, incluyendo un libro diario bajo la responsabilidad de los coordinadores del programa donde se registraba el desempeño de cada participante día a día, además de las evaluaciones en los talleres. También se efectuó una evaluación del programa como parte de la iniciativa “Buenas Prácticas en Prevención del Delito en América Latina y el Caribe”, un programa conjunto entre la Universidad de Chile, el BID y la Open Society Foundation desarrollado en 2012.

Entre los resultados observados se incluyen mejoras en la salud física, mental y sexual de los participantes. También se observaron mejoras asociadas a su capacidad para relacionarse con otros y adaptarse a circunstancias desafiantes, contribuyendo así a mejorar las perspectivas de reinserción social y laboral. Al momento de la evaluación, sin embargo, ningún participante había sido dado de alta del programa; por lo tanto, fue imposible evaluar los resultados individuales posteriores a la intervención.

Si bien PAMOH aún carece de una evaluación de impacto experimental o cuasi experimental seria, el programa parece ofrecer un enfoque positivo para el tratamiento del abuso de sustancias como una cuestión relacionada con lo social y la salud, más que con lo delictivo. Resulta aún difícil evaluar su eficacia sin conocer los efectos sociales y laborales que el programa ha tenido en los participantes anteriores. Si bien las opciones para continuar escalándolo en el contexto chileno son factibles, es importante primero investigar los resultados que ha tenido entre los participantes previos, considerando también aspectos como la tasa de reincidencia, situación laboral y relaciones familiares y sociales. No obstante, PAMOH es un buen ejemplo sobre cómo los gobiernos pueden abordar la violencia juvenil y el abuso de sustancias de manera proactiva, transformando sus efectos entre los segmentos vulnerables de la población.

El programa en Valparaíso fue incluído en nuestra publicación Haciendo de las ciudades lugares más seguros: innovaciones sobre seguridad ciudadana en América Latina

Foto: Flickr CC Barbara Andrade

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Archivado Bajo:Entradas en ESPAÑOL, Rehabilitación social Etiquetado con:seguridad ciudadana

Autor invitado

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  1. Javier Sagredo Dice

    January 15, 2017 at 12:01 pm

    Interesante artículo y enfoque el chileno, que no apunta a la represión para abordar los temas de consumo, sino a soluciones que abordan algunos de los elementos estructurales detrás del involucramiento de los jóvenes en conductas de riesgo…sin embargo, como dice el refrán anglosajón, “el Diablo está en los detalles” y hay una serie de premisas no muy acertadas en la secuencia lógica del artículo y de las intervenciones, principalmente ligadas al complejo vínculo entre delito y consumo de drogas (no se habla para nada de consumo problemático, sino exclusivamente de consumo). Los datos ofrecidos son, por un lado, de prevalencia de población general y de población escolar, pasando después a indicar la alta prevalencia de consumo en los jóvenes en conflicto con la ley.

    Más allá de los tres nexos que propone la clasificación clásica de Goldstein (psico-farmacológico, económico-compulsivo y sistémico), la conexión consumo-delito se suele reforzar artificialmente si se le añade un cuarto nexo: el inherente a aquellos delitos que resultan directamente del uso de drogas, delitos clasificados en muchos casos como “contra la salud pública” o categorizados dentro de los delitos sin víctimas (y, por supuesto, sin mediar violencia), tales como el uso (en privado o en público), la posesión o la tenencia de drogas ilícitas, en los cuales el nexo es directo y se produce en todos los casos, debido a su tipificación penal inmediata.

    Estas correlaciones y nexos se utilizan tradicionalmente como evidencia para construir perfiles que vinculan automática y causalmente consumo y delitos ( o violencia, como hace el artículo), y que justifican las políticas represivas/educativas como medio para reducir ambos fenómenos.

    En una contribución realizada al “Quinto Informe Internacional sobre la Prevención de la Criminalidad y la Seguridad Cotidiana: las ciudades y la Nueva Agenda Urbana”, publicado por el Centro Internacional para la Prevención de la Criminalidad -CIPC el pasado mes de octubre (http://www.crime-prevention-intl.org/fileadmin/user_upload/Publications/International_Report/CIPC_5th-IR_EN_Chapter-5.pdf), hicimos hincapié en que tanto el consumo como el delito no suceden en la asepsia de un laboratorio, sino que están sujetos a toda una serie de interacciones con otros determinantes preexistentes que marcan su desarrollo (Otero López, 1997). Estas vulnerabilidades, las características específicas del contexto, las prácticas sociales, los modos relacionales y de vida prevalentes, la existencia de determinadas culturas asociadas a lo informal, lo violento o lo ilegal (o a la búsqueda del placer y de nuevas experiencias, o de la mitigación del dolor), y la interacción permanente entre estos factores, son elementos a tener en cuenta para entender la ecuación consumo-delito, aunque no desde una relación causal que se revela espuria.

    Muchos estudios (Pernanen, Cousineau, Brochu, & Sun, 2002) (French, McCollister, Kébreau, Chitwood, & McCoy, 2004), así como este artículo, inciden permanentemente en resaltar esas conexiones causales cuasi directas entre consumo de drogas y delito, poniendo como evidencia la confluencia de ambas prácticas en la población infractora. Sin embargo, al estudiar aisladamente a la población en conflicto con la ley, la relación con el delito es automática, por lo que parece suficiente con demostrar que su prevalencia de consumo o de consumo problemático es mayor que la de la población general. En estos casos, la referencia principal no debería ser la población general, sino que debería construirse a través de la definición de grupos de control de individuos en los que converjan factores de riesgo similares de tipo personal, relacional, estructural o incluso coyuntural.

    En términos cronológicos, el consumo también puede aparecer después, como resultado del comportamiento delictivo o de las consecuencias que conlleva para los individuos (como la reclusión). En este sentido, se ha demostrado que existe una estrecha relación entre estar preso y consumir drogas (Montanari, y otros, 2014): hasta un 26% de los consumidores de drogas internados en prisiones europeas podrían haber comenzado a consumir drogas en la prisión y que hasta un 21% de los consumidores de drogas por vía parenteral que se encuentran en prisión se inyectan por primera vez en ella (EMCDDA, 2002) (Allwright, y otros, 2000) ; igualmente, en las cárceles se consumen con frecuencia sustancias adicionales (Todts, 2008) o se cambia a otras sustancias o a modalidades de uso más problemático (Niveau & Ritter, 2008).

    La criminalización de los consumidores y su subsiguiente conexión con el sistema de justicia penal ha generado enormes costos personales, familiares, económicos y sociales, dificultando en gran medida su reinserción social y laboral debido a la existencia y persistencia de antecedentes penales. Además, ha expuesto a muchos consumidores a prácticas policiales represivas, a situaciones abusivas y a la limitación de muchos de sus derechos básicos, civiles, políticos y sociales. Por otro lado, la criminalización ha empujado el consumo a entornos más ocultos, dificultando la puesta en marcha de respuestas intersectoriales y la conexión de los consumidores problemáticos con los servicios de salud y sociales y con los programas de tratamiento o reducción del daño, ayudando a la transmisión de enfermedades graves, como el SIDA, o poniendo en riesgo su vida.

    Tal y como proponemos, anclar las políticas de drogas en un paradigma de desarrollo humano supone que éstas ya no pueden representar un factor que afecte negativamente el desarrollo de las personas, sino que deben jugar a favor del desarrollo sostenible e inclusivo para todos. Estas políticas, incluyendo las que abordan los problemas de consumo, no pueden seguir insistiendo en objetivos basados en el número de personas detenidas, procesadas o encarceladas, sino en la cantidad de personas integradas afirmativamente para una vida plena en comunidad. Cuando el respeto a los derechos humanos, la salud pública, la educación de calidad para todos, la equidad de género, la seguridad ciudadana y la reducción de la violencia, la sostenibilidad ambiental o la inclusión económica y social se convierten en nuestros objetivos, también cambian nuestras perspectivas, así como los incentivos y los resultados de las políticas.

    Adoptar esta mirada, supone toda una serie de consecuencias lógicas que facilitan un abordaje más efectivo de los problemas asociados a los consumo problemáticos y sus posibles conexiones con el delito, primando el sentido del “cuidado” y bienestar de las personas por encima de paradigmas de tolerancia cero y abstinencia. La primera tiene que ver con la necesidad de hacer esfuerzos sostenidos sobre aquellos determinantes y factores de riesgo que están detrás del involucramiento de las personas en comportamientos delictivos, basadas en lo que hemos aprendido en el ámbito de la prevención de la violencia y el delito. Políticas sociales, de empleo e inserción económica y de protección social deben estar en la base de la respuesta, junto con propuestas de prevención indicada y selectiva dirigidas a aquellos que ya se han iniciado en el contacto, problemático o no, con las drogas.

    Otra consecuencia lógica debe apuntar a la descriminalización de los consumidores, los cuales no deberían ser sometidos a medidas represivas ni a entrar en contacto con los sistemas de justicia criminal ni penitenciario, reduciéndose sustancialmente los problemas asociados. Al contrario, el abordaje del problema en el ámbito comunitario, ofreciendo acceso a una oferta de tratamiento y reducción de daños lo suficientemente diversificada y de calidad, promueve su integración social, reduce estigma y marginación y facilita el desarrollo de su proyecto de vida en la comunidad. Y es más costo-efectivo que hacerlo más tarde.

    Las intervenciones que se diseñen e implementen requieren, además, de un esfuerzo necesario de adaptación a los contextos específicos y a las poblaciones para las que deben ser diseñadas. El involucramiento y la participación activa de los distintos actores públicos, privados y de la sociedad civil en el ámbito local, y el aporte de recursos que faciliten la efectividad de las intervenciones son elementos claves para que las comunidades locales desarrollen respuestas efectivas que hagan énfasis en la inclusión económica y social.

    Hay que reconocer que en este caso, y a pesar de un enfoque demasiado simple en la relación delito-consumo, la receta y las intervenciones no son del todo desacertadas, pues facilitan accesos a dispositivos de salud, tiempo libre y empleo de jóvenes en conflicto con la ley. Sin embargo, para llevar a cabo una reforma fundamental en las políticas de drogas en la región hay que superar todavía los imaginarios institucionales y sociales protagonizados por miradas desde el miedo y la cautela respecto a las sustancias y a las personas ligadas a ellas. Un miedo al comportamiento desviado, a la enfermedad, a la violencia, al delito, a la exclusión social, traducido principalmente en posiciones de reprobación o prohibición del consumo. Por ello, las respuestas, consecuentemente, tanto desde el ámbito sanitario o penal, han sido de carácter profiláctico, de represión y control, de encierro y exclusión; basadas en una concepción del consumo de drogas como opción personal y no como un fenómeno de hondas raíces biológicas, psicológicas, sanitarias, culturales, económicas y sociales.

    Si queremos generar soluciones más adecuadas, necesitaremos revisar, investigar, innovar e insistir en seguir complejizando la mirada y las intervenciones a los problemas asociados a las drogas; por supuesto, poniendo a las personas y a sus necesidades en el centro de las políticas.

    Reply
  2. Victoria Dice

    February 20, 2017 at 3:34 pm

    Hola, quisiera consultar por los datos de contacto de este programa.

    Gracias

    Reply

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