
Una serie de huracanes azotan Centroamérica causando la muerte de cientos de personas y la pérdida de miles de millones de dólares. Incendios forestales queman un tercio del Pantanal, el mayor humedal del mundo, mientras la intensa sequía destruye las cosechas en Brasil. El nivel del mar continúa subiendo, los arrecifes de coral sufren decoloración y mueren, y los glaciares se reducen dejando menos agua dulce para la agricultura y el consumo humano.
La crisis climática está muy avanzada. Toda la destrucción causada por el clima en los últimos años que ha generado devastación en el turismo, en la agricultura y en muchas otras actividades productivas, no es más que un preámbulo a los efectos mucho más devastadores que veremos en las próximas décadas, si no se adoptan medidas para detener el cambio climático. Un planeta más caliente causará un menor rendimiento agrícola, grandes daños en la infraestructura, extinciones masivas y un aumento en el número de muertes y enfermedades en América Latina y el Caribe.
Aún no se han adoptado medidas suficientes para hacer frente a esta crisis existencial. Los gobiernos están tomando medidas urgentes para mitigar el daño causado por la pandemia a través de la implementación de importantes paquetes fiscales y de respaldo de liquidez, pero son mucho menores los esfuerzos que se han realizado para mejorar la resiliencia de las economías frente al cambio climático y para descarbonizar los sectores de la energía, el transporte y la agricultura.
Ayuda para la pandemia y lucha contra el cambio climático
La buena noticia, tal y como lo expongo en el Informe macroeconómico 2021 que se publicó recientemente, es que existen sinergias entre la ayuda para la pandemia y la mitigación del cambio climático. Una recuperación sostenible en América Latina y el Caribe puede promover un crecimiento adicional superior al 1% del PIB, generar 15 millones de nuevos empleos netos y aliviar las dificultades de los hogares pobres y vulnerables, que suelen ser los más expuestos y susceptibles a los estragos de la COVID-19 y al cambio climático. La clave para los gobiernos consiste en dar prioridad a las actividades verdes dentro de sus programas de gastos que buscan aliviar los efectos de la COVID-19, implementar reformas regulatorias y de precios a fin de aprovechar el financiamiento privado, alinear las estrategias fiscales con la realidad de la transición energética mundial y garantizar una transición justa e inclusiva.
Un paso fundamental es garantizar que el gasto público que busca ayudar a empresas y hogares a superar la pandemia también dé prioridad a inversiones en actividades respetuosas con el medio ambiente. La inversión pública podría centrarse en infraestructuras que respondan a criterios de sostenibilidad, como las energías renovables, el transporte público, la protección contra las inundaciones y la digitalización, las cuales incluirían la creación de capacidades para que los ciudadanos puedan seguir haciendo teletrabajo y relacionándose de manera remota con el gobierno.
Los gobiernos también deberían ayudar a los trabajadores afectados por la pandemia a reubicarse en sectores que formen parte de la transición hacia una economía de cero emisiones netas. Los países con capacidad para hacerlo deberían analizar las medidas de estímulo con respecto a su impacto climático. También deberían condicionar el apoyo que brindan a empresas con altas emisiones de carbono, como las aerolíneas y las empresas de energía, a su compromiso de avanzar hacia un futuro libre de carbono.
Atraer al sector privado con reformas regulatorias y de precios
Para atraer al sector privado y garantizar que sus efectos se mantengan en el tiempo, el gasto público debe ir acompañado de reformas regulatorias. En Chile, el gobierno ayudó a los operadores de autobuses privados a cambiar los vehículos de diésel por vehículos eléctricos no contaminantes. Estos últimos requieren una mayor inversión inicial, la cual los conductores no siempre pueden costear. Por ello, el gobierno decidió permitir a las compañías de energía eléctrica ser propietarias de los vehículos para alquilarlos a los operadores de autobuses. Las reformas regulatorias en materia de medición neta o de conexiones a líneas eléctricas de alta tensión, entre otras, pueden animar igualmente a los hogares y a las empresas de servicios públicos a dar el paso de la dependencia de la energía de combustibles fósiles a la energía renovable.
Reformas de precios también pueden ser necesarias. En promedio, los países de la región gastan el 1% de su PIB en subsidios energéticos, incluidos los de la gasolina, el diésel y el gas natural, una suma que ascendió a USD 44.000 millones en 2017. En lugar de subsidiar la contaminación, los gobiernos deberían gastar más en transferencias de efectivo para los hogares más necesitados, en infraestructuras sostenibles y en bienes públicos como la salud y la educación.
Las reformas relacionadas con la agricultura y los bosques también son importantes. Gran parte del Plan de Descarbonización Nacional de Costa Rica, que pretende conseguir que el país tenga cero emisiones netas de gases de efecto invernadero en 2050, implica la actualización de las prácticas agrícolas y ganaderas y el aprovechamiento de los bosques y otros ecosistemas con altas reservas de carbono para capturar carbono. Estos cambios no perjudicarán la economía, sino que, por el contrario, la ayudarán. Se espera que el aumento de los rendimientos agrícolas en el marco del plan, la mejora de la productividad ganadera y la monetización de los servicios ecosistémicos, como el apoyo al turismo, aporten en conjunto USD 21.000 millones en beneficios netos para 2050.
El problema de los ingresos durante la transición climática
Los gobiernos también tendrán que hacer ajustes ante los cambios en sus bases impositivas. Entre 2013 y 2018, las ventas de combustibles fósiles representaron más del 5% de los ingresos públicos en Bolivia, Trinidad y Tobago, Ecuador y México. Para otros países, como Uruguay y Costa Rica, los impuestos sobre la gasolina y el diésel constituyen una parte importante de su base impositiva. A medida que avance la transición energética mundial, la demanda de combustibles fósiles disminuirá. Si la transición energética mundial avanza según lo previsto, la demanda de petróleo de la región se reducirá un 60% en 2035 en comparación con los niveles previos a la COVID-19.
Los gobiernos deben identificar los riesgos fiscales asociados a la transición energética y desarrollar una estrategia que busque reducirlos y gestionarlos. Esto implica retrasar o cancelar las inversiones que aumentan la dependencia de los combustibles fósiles, como las centrales eléctricas de gas natural, y sustituir los ingresos procedentes de los impuestos sobre los combustibles fósiles. Algunos ejemplos de soluciones son impuestos nuevos o reformados sobre la electricidad, la propiedad de vehículos o el valor añadido.
Unidos por un futuro más sostenible
Por último, la transición tiene que ser justa e inclusiva. Es necesario proteger a los trabajadores. Si bien un estudio conjunto realizado por la Organización Internacional del Trabajo y el BID ha comprobado que los países pueden crear 15 millones de nuevos puestos de trabajo netos para 2030 durante la transición a una economía de cero emisiones netas, es inevitable que haya ganadores y perdedores. Habrá una drástica reducción del empleo en el sector de la generación eléctrica a partir de fuentes de carbón, diésel y gas natural, mientras que, por otro lado, el empleo en los sectores de la agricultura, la electricidad renovable y la silvicultura se disparará. Los trabajadores y comunidades que resulten perjudicados por la transición necesitarán compensación o adquirir una nueva formación laboral, tener garantía de unas condiciones laborales dignas y participar en las decisiones que les afectan.
Las exigencias de la crisis de la COVID-19 son inmediatas y críticas. Pero también lo es la crisis del cambio climático. Muchos de los países de la región han adoptado oficialmente el objetivo de neutralidad del carbono o están trabajando en ello. Los gobiernos deben acelerar sus planes climáticos y diseñarlos con la participación de todos los interesados. La transición hacia una economía de cero emisiones netas, si se hace correctamente, puede resultar beneficiosa para todos, ya que crea puestos de trabajo y mejora el crecimiento económico tanto ahora como mucho después de que la pandemia haya pasado.

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