Hace unos días asistía a la presentación de un libro sobre evaluaciones experimentales y uno de los participantes se preguntaba: “esto está muy bien, pero no es aplicable a reformas institucionales; no se puede aleatorizar la reforma de un ministerio”.
De modo similar, un documento de una de las agencias bilaterales de ayuda al desarrollo señalaba que solo era posible evaluar experimentalmente un 5% del monto en ayuda al desarrollo que gestionaban, señalando en particular la imposibilidad de hacerlo en reformas institucionales.
Discrepo. Las reformas y diseños institucionales inciden – al final del día – en el comportamiento de ciudadanos y funcionarios. Y sobre ese comportamiento sí podemos generar evidencia rigurosa basada en diseños “aleatorios”. Y sí debemos ser capaces de generalizar el conjunto de estas evaluaciones para diseñar reformas institucionales basadas en evidencia.
Creo que este tipo de conclusiones proceden de la manera sesgada en la que nos aproximamos a las reformas institucionales, lo que ayuda a explicar el éxito tan limitado que tenemos en su aplicación.
Históricamente, las reformas institucionales han fijado su atención más en el instrumento (la regla formal o informal que queremos cambiar), que en los comportamientos (de ciudadanos o de agentes públicos) sobre los que el cambio de regla quiere influir, para alcanzar un cierto impacto (digamos incrementar la recuadación fiscal, la formalización del empleo o el acceso a la justicia, por ejemplo).
Al centrar nuestra atención, en la regla o dispositivo institucional, la aproximación al cambio tiende a ideologizarse, basada en la supuesta superioridad de una cierta ingeniería institucional sobre otra (normalmente, porque se practica en un país mas avanzado o mas admirado).
Operamos por procesos de mímesis (no en vano decía de Tocqueville ya en su tiempo que en los museos institucionales había muy pocos originales y muchas copias).
El efecto es que muchos trasplantes institucionales sufren rechazo: las nuevas reglas se aprueban pero no se traducen en cambios de comportamiento. Incluso, se pervierten por los actores en un sentido inverso al que se pretende.
Esto es lo que, por ejemplo, un colega llama la corrupción de la anti-corrupción, alertando sobre medidas aparentes de lucha contra la corrupción que desvían la atención sobre problemas de fondo, que seguirían campando a sus anchas. Invertimos no pocas veces en cambios institucionales que no están basados en evidencia empírica que demuestre las conexiones causales entre instituciones, comportamientos afectados y el impacto final deseado.
La excusa no pocas veces es que estos cambios no se pueden evaluar contra-fácticamente. Lo cierto es que ni siquiera son frecuentes las evaluaciones que narren rigurosamente la evolución del antes al después de la intervención, en este tipo de proyectos.
Si ponemos en primer plano los comportamientos de funcionarios y ciudadanos que queremos modificar con las reformas, y aplicamos una lógica experimental a sus procesos de diseño y evaluación, podremos descubrir propuestas más eficaces y eficientes en cada contexto.
La “aleatorización” nos permite analizar los efectos de alternativas. Por ejemplo, probando diversas modalidades de relación de los inspectores de tributos sobre grupos diversos de contribuyentes seleccionados aleatoriamente y comprobar sus efectos sobre el cumplimiento y los ingresos fiscales.
Otros métodos empíricos también pueden aplicarse a con la finalidad de reunir evidencia apoyándonos en cruzar datos administrativos disponibles. Un ejemplo de este esfuerzo es el articulo de sobre los efectos derivados de diversos grados de esfuerzo administrativo en la aplicación de la normativa laboral en Brasil.
Alguien dirá que esto no se puede hacer, que todos los ciudadanos deben ser tratados equitativamente. De hecho, la selección aleatoria de una muestra permite que todos los posibles afectados tengan las mismas opciones.
Además los diversos tratamientos operarían en los espacios razonables de discrecionalidad que hay en la relación entre ciudadanos y funcionarios públicos. A veces, solo con enmarcar de un modo diferente las opciones de los ciudadanos en su relación con la administración, podemos lograr un gran cambio.
Esta es la tesis de Nudge, el provocador ensayo de Thaler y Sunstein, donde podemos encontrar multitud de ejemplos que ilustran ese potencial para las políticas públicas.
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